Coprolitos (Mauro García-Oliva)
- ¿Coprolitos, decís?
- Así es, mi señor.
- ¿Heces de Dragón convertidas en piedra?
El niño negó con un gesto de cabeza y se levantó de la mesa. Se dirigió a la ventana, como si buscara en el horizonte una respuesta más satisfactoria que la de aquel anciano que le miraba con ojos francos.
- ¿Por qué iba un héroe como Orthigan a buscar semejante cosa?, Decidme, vamos – Le apremió el joven señor.
- Si me lo permitís, mi señor, continuaré con el relato para aplacar vuestra curiosidad.
El joven dudó un instante, sabía que había reaccionado como un crío. Él era un joven señor y a sus ocho años debía haber esperado con paciencia a que su maestro terminara el relato de Orthigan, el Caballero de la Piedra. Sin embargo, no encontró ira sino sabia comprensión en los ojos del anciano que le miraban mientras volvía a tomar asiento.
- Proseguid, maestro, os pido disculpas.
- No son necesarias, mi señor. Es cierto que se trata de un objeto… inusual. Comprendo vuestra sorpresa.
De este modo, en aquel torreón rozado ya por la penumbra del atardecer, la historia prosiguió.
Orthigan, el Caballero de la Piedra, necesitaba un arma poderosa para recuperar sus tierras. Peregrinó por todo el continente, pero su búsqueda fue en vano. La magia había desaparecido hacía muchos milenios. Un día, cuando ya había perdido toda esperanza, oyó hablar de un gran sabio que vivía en Arsio. Y aunque se encontraba a muchas leguas de distancia se obligó a hacer un último esfuerzo. Allí fue donde Orthigan oyó hablar de los coprolitos, donde Sanaaz, el sabio, le habló de la morada de los Dragones.
- Pero los Dragones ya no existen - Interrumpió el joven señor, seguro de que el maestro apreciaría su sensatez. Sin duda intentaba demostrar que estaba por encima de la credulidad propia de niños.
- Eso mismo le respondió Orthigan al sabio de Arsio, mi señor. Y ambos tenéis razón.
El maestro se levantó y encendió un par de velas antes de que los últimos rayos de sol abandonaran la sala. El niño, al fin y al cabo lo era, le miró en un silencio apremiante para que continuara con la narración. El hombre, cuya barba blanca reflejaba los destellos de las candelas, prosiguió.
Los dragones, le contó Sanaaz a Orthigan, habían desaparecido hacía tiempo. Pero sus restos no. Los dragones habitaban en gigantescas cuevas subterráneas y hasta ellas llevaban a aquellos caballeros contra los que se enfrentaban, donde finalmente los devoraban. Con el paso de los siglos los Dragones fueron muriendo, como si de pronto les hubiera atacado una misteriosa enfermedad y sus restos, milenios después, se han convertido en piedra. Orthigan miró al sabio sin comprender. Él necesitaba una espada poderosa, un escudo mágico, no los restos pétreos de antiguos seres. Sanaaz sonrió en su habitáculo, lleno de pergaminos a punto de convertirse en polvo. Sus heces, dijo el sabio tras una larga pausa. Algunos las llaman coprolitos. En ese momento el Caballero de la Piedra desenvainó su espada y se puso en pie de un salto. Evidentemente pensaba que se estaba riendo de él.
En ese momento el joven señor inclinó levemente la cabeza y sus mejillas se encendieron, al recordar su reacción, similar a la del caballero, de hacía unos instantes. Sin embargo el anciano no lo vio, o no lo quiso ver y siguió hablando, casi como si estuviera recordando.
A pesar de la reacción del caballero, Sanaaz no se inmutó. Bien porque no temiera a la muerte, bien porque supiera que el caballero no le mataría, se mantuvo sin moverse hasta que volvió a sentarse.
Veréis, le dijo Sanaaz, cuando los dragones devoraban a los caballeros no les quitaban sus armas. Ni sus armaduras. Los Dragones son seres de la Magia, caballero. Cuando aquellos objetos atravesaron su interior se impregnaron de parte de esa magia. Esos excrementos, ahora también convertidos en piedra, contienen esas espadas y esos escudos que vos estáis buscando.
En el torreón se hizo el silencio cuando el maestro pronunció estas últimas palabras.
- Se hace tarde, mi señor, creo que deberíamos continuar otro día.
- ¡Pero necesito saber cómo encuentra la cueva! ¡y si consigue la espada! – protestó el niño.
El maestro soltó una sonora carcajada y sus ojos se le iluminaron con el brillo del fuego. Bajó la voz hasta dejarla en apenas un murmullo.
Solamente os contaré ahora, que el caballero, tras muchos pesares, al fin encontró una de las guaridas de Dragón y también aquello que buscaba. Tras partir numerosos restos petrificados, consiguió las armas que habrían de devolverle sus tierras, y fue a partir de entonces cuando le llamaron El Caballero de la Piedra. Pero cómo llego hasta allí y qué avatares tuvo que vencer serán motivo de otra historia.
El niño aguardó un instante sin decir palabra. Sabía que las historias de su maestro eran parte de su enseñanza. Sin embargo no era capaz de vislumbrar el sentido de aquella. Se lo preguntó entonces al anciano.
- Veréis mi señor, lo que quiero que entendáis son estas dos verdades. La primera es que una cosa siempre es lo que es, en todas sus partes. Hasta las heces del Dragón, eran Dragón. La segunda es que debéis aprender a ver más allá de las apariencias para discernir la esencia de cuanto nos rodea. Mientras para los demás aquellos coprolitos eran tan solo deshechos sin valor, para aquel que supo ir y ver más allá se convirtieron en un verdadero tesoro.
El niño abandonó la estancia concentrado en sus pensamientos.
Al día siguiente el Señor del castillo le regaló a su hijo un caballo. Todos alabaron su color, su belleza y tan poderosos músculos. Sin embargo el Joven señor lo miró con desconfianza, se acercó a un árbol y cortó una rama. Con ella revolvió los excrementos que el caballo había dejado en el patio.
- Qué hace – preguntó su padre.
- Aprender – respondió el maestro.
INVERNALIA (Mauro García-Oliva)
Este es otro de los relatos del Primer Certamen Literario Koprolitos, obra de Mauro, que no es un novato en esto de la literatura fantástica. Estáis tardando en visitar su blog.
¡Muchas gracias por participar, tronquete!
1 comentarios:
Me gusta. ENhorabuena
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