Cuando cae la noche (Loli González Prada)
Restaban varias horas para que amaneciera cuando Gustavo saltó del lecho y salió con prisa de su alcoba.
Con vigor, ajustó el pantalón de seda ciñendo a su cintura el cinto decorado de piedras incrustadas. A tientas, se ató las tiras de las mangas y las de las perneras sin molestarse en detenerse para ello. Su piel curtida brilló con la llama de un candil que colgaba demasiado bajo y con el cual se golpeó en la frente.
A través de las celosías de las balconadas vio la calle cubierta de oscuridad y en la distancia el tupido velo de la niebla que sólo se iba con la llegada del amanecer.
No se dejó seducir por los matices del cielo y siguió su camino buscando a los animales que debían estar esperándolo.
Recordó que un día de invierno desvelado por culpa del viento miró por la ventana y descubrió que al caer la noche y cuando la casa se quedaba en silencio, los animales se reunían en las eras.
Hacía frío. Un gigantesco fuego avivado por el viento se consumía en el patio.
Confundido y creyendo que desvariaba, Gustavo bajó a espiarlos, pero un perro delató su presencia y los cerdos corrieron a refugiarse en sus porquerizas, las reses simularon pastar a pesar de que no había pasto y un par de enormes animales que parecían dinosaurios o algo semejante corrieron hacia las montañas para ocultarse en una cueva.
- ¿Dinosaurios? −pensó Gustavo-.
No había bebido tanto vino en la cena como para ver visiones.
Días después supo que eran iguanodones, tenían unas garras enormes, su pico simulaba al de los patos y sus dientes eran similares a los de una iguana y a eso se debía su nombre.
Desde una distancia prudencial y durante semanas, Gustavo se dedicó a observarlos hasta que los animales se acostumbraron a su presencia y le dejaron participar en sus reuniones.
Apenas hacía una semana que había llegado el verano y los pastos relucían verdes.
Sigiloso, fue detrás de la casa donde los establos y las porquerizas se veían en tinieblas, a excepción de un rincón donde un fuego que él pedía que dejaran encendido iluminaba una parcela de tierra, en la cual le esperaban alineados los cerdos, las reses y las ovejas recién esquiladas de las que era dueño y el par de iguanodones.
Apenas llevaba Gustavo un rato sentado disfrutando de su pipa y de sus animales, cuando varios caballos azuzados por hombres vestidos de negro irrumpieron en sus tierras.
- ¿Qué diablos pasa? - inquirió antes de ver las armas que empuñaban– ¡Esconderos! – Le gritó a los iguanodones.
Pero nadie se movió.
- ¿Qué buscáis? − preguntó Gustavo.
- A ellos − dijo uno de ellos, señalando a los iguanodones.
- Son libres.
- Ahora ya no – contestó otro apuntándole al pecho− Deberías estar durmiendo como el resto de habitantes de tu hacienda, pero no temblare si tengo que matarte− añadió al ver la intención de Gustavo de sacar el arma que llevaba colgando a un lado de su cadera.
Todo ocurrió muy deprisa, con habilidad aquellos hombres encadenaron a los iguanodones, con ayuda de sus animales Gustavo trató de impedirlo y recibió en el pecho el disparo que le habían prometido.
Falleció dos días después sin saber que los iguanodones habían huido y volvían a ser libres.
LOLI GONZÁLEZ PRADA
Relato enviado por Loli González Prada para el Quinto Certamen Literario Koprolitos. Loli es una veterana en nuestro certamen y siempre es un placer recibir sus historias. Podéis leer más relatos suyos de anteriores convocatorias en este blog: "16:40, descubriendo icnitas y el sexo", "Llegan con el viento" o "Un adiós definitivo". ¡Muchas gracias Loli!
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