Poncho Pilates (Charlie Charmer) (I)
Blob, blob. El aguacero era historia. Las gotas que se habían remoloneado en las copas de los frenolopsis y weichselias de la orilla se deslizaban ahora por las ramas más bajas, hidratándolas con su esencia vivificante antes de saltar a la charca. Blob, blob, blob. La claridad del alba reflejada en la superficie ondulante fue dibujando lentamente el contorno del promontorio donde Poncho había pernoctado sin atreverse a mover una pata. Al estallar la tormenta, la prudencia había aconsejado al viejo coleóptero acudir a la zona más elevada del terreno y esperar allí a que escampara en lugar de intentar escapar a ciegas para, con toda probabilidad, acabar arrastrado por la corriente. Luego, el nivel del agua había subido de tal modo que la cumbre se había transformado en un reducido islote, dejándole aislado en el centro del pantano. Blob, blob.
Muchos inversores dejan toda la responsabilidad de la gestión en manos de sus gerentes y se conforman con ver que sus cuentas corrientes crecen cada día que pasa. Para el señor Pilates, eso era media realidad. El éxito solo era posible si conseguía mejorar la calidad de vida de sus trabajadores y clientes. En otro caso, el negocio debía calificarse de estafa. Llevado del celo profesional, había adelantado su visita de fin de temporada para poder apreciar la calidad del servicio cuando todavía acudía al gimnasio un volumen considerable de clientes, y ahora sufría las consecuencias. Sin embargo, no se podía tachar al empresario de temerario o inconsciente; hacía décadas que no llovía de ese modo una vez que arrancaba la estación seca.
La inundación parecía, sin embargo, un mera anécdota para los habitantes del humedal, que se salpicaban unos a otros corriendo en todas direcciones. Los anfibios habían desaparecido durante la noche, peces y crustáceos se enterraban en el fondo o se dejaban llevar a la deriva ocultos bajo la masa viscosa formada por algas y bacterias que flotaba sobre aquél. Pequeños insectos dejaban intuir su paso con un rastro en forma de largos surcos rectos que surgían por doquier y se abrían en infinidad de ondas hasta difuminarse o cruzarse con otra estela. Las nipas podían salir volando, quedarse flotando boca abajo para camuflar su caparazón, manchado de cieno, junto a las hojas de los nenúfares y las algas de la superficie o correr a esconderse en las oquedades entre las rocas de la ribera. Pero aquellas enormes chinches acuáticas eran las reinas de la charca, atravesaban a los pececillos con su largo pico para extraerles toda su esencia vital, devoraban vivas a las libélulas que se acercaban incautas a sus dominios e incluso habían terminado con más de un batracio inyectándole su mortífero veneno. Su orgullo les impedía huir ante ningún enemigo.
A Poncho no se le escapaba, con todo, la gran agitación de que sus temidas clientes eran presa aquella mañana. Los heraldos del concejo que iban a visitar al rey se cruzaban con los nobles que le representaban ante el sumo sacerdote, y los monjes que acudían a las cofradías con los embajadores que los gremios enviaban a casa de los munícipes. De vez en cuando, la espesura devolvía un crujido o un gruñido. Entonces, todos ellos se detenían y se erguían sobre la superficie mirando hacia la orilla, hasta que la falsa alarma pasaba y regresaba la algarabía a la plaza. En medio de aquel hervidero, el escarabajo pelotero creyó distinguir al belostomátido encargado de su gimnasio, que acudía escoltado por un par de alguaciles a alguna de aquellas importantes reuniones.
- ¡Judas! ¡Eh, Judas! –le llamó.
- Buen día, señor Pilates –por temidos que los nipas fueran en el ámbito lacustre, cuidaban las formas de tal modo que la descortesía se castigaba de modo irreversible con la infamia de por vida.
- Buenos días, ¿podrías conseguirme una hoja que me permita navegar hasta la orilla?
- Disculpad mi atrevimiento, pero ¿por qué no voláis, sin más?
- Me temo que lo intenté antes de tiempo y, al abrir los élitros, resbalé golpeado por la lluvia y me llené de barro. Tengo las alas arrugadas y enfangandas. No quiero intentarlo y caer al agua a medio camino.
- Lamento no poder atenderle en este momento, señor, pero nos esperan en palacio con urgencia.
- Vale, vale. Solo dime, ¿qué está pasando aquí? ¿por qué anda todo el mundo tan revuelto?
- Es el monstruo. Se acerca la hora.
- ¿El monstruo?¿qué monstruo?
- El monstruo del bosque, viene por el sacrificio de cada día. Lo siento, señor. Si no acudo inmediatamente, Su Majestad se enfadará seriamente conmigo. Además de mi cuello, el negocio podría sufrir las consecuencias.
Los oficiales se inclinaron en una leve reverencia y reanudaron su camino junto al atribulado Judas. Poncho comenzó a darse cuenta de que la situación podía empeorar aún más. El ajetreo continuó hasta que las ramas de las coníferas cercanas comenzaron a crepitar y el silencio más absoluto se instaló en la ciénaga. Los pasos de la bestia retumbaban como mazazos en la maleza transmitiendo sus vibraciones hasta la superficie acuática, barriendo la laguna en ondas concéntricas que se enervaban para volver a resurgir cada vez con más fuerza. Las copas de los árboles se agitaban y las aves los abandonaban, escapando hacia las nubes entre graznidos de pavor. Algunos hemípteros no pudieron resistir la tensión y corrieron a buscar sitio entre el lodo del fondo. Poncho estuvo a punto de rodar isla abajo un par de veces. Se agarró con fuerza a la tierra, pegando el abdomen y clavando todas su patas. De pronto, el ruido cesó. Nadie se movió un milímetro. El empresario levantó un poco el protórax apoyándose en las patas delanteras y agitó los palpos maxilares en un espasmo nervioso. Igual de súbitamente, los grandes helechos más próximos a la orilla se abrieron y el monstruo, un enorme pelecanimimus envuelto en plumas negras y blancas, surgió de la nada con las fauces abiertas mostrando sus temibles hileras de afilados dientes.
La bestia entró en el agua de un salto, agitando sus pequeños brazos emplumados, de los que se desprendieron algunas barbas albas por el esfuerzo que el viento arrastró, haciendo aterrizar parte junto al islote donde Poncho se lamentaba de su suerte, sabiéndose la víctima más visible para el recién llegado depredador. Tras un rápido barrido visual del escenario, el ornitomimosauriano le enfocó con sus enormes ojos y observó la pequeña plataforma donde el infortunado coleóptero había quedado confinado, preguntándose posiblemente si se trataba de una especial presentación de su festín de aquella jornada. Luego movió la cabeza en todas direcciones, y su cresta repitió sus movimientos como un pelele. Por fin, se acercó al empresario y, abriendo la boca, le mostró la bolsa de la papada, donde podía llegar a caber un turbomesodon adulto o una familia completa de pseudoastacus. De los restos tumefactos en descomposición distribuidos entre los recovecos de la bolsa y los más de doscientos dientes que poblaban su mandíbula emanaba un vapor hediondo que tenía la virtud de anestesiar a la víctima antes de que pudiera llegar a sentir el mortal mordisco.
Poncho tuvo la certeza de que había llegado su fin, agachó la cabeza y se concentró en un solo pensamiento: pese a todo, la vida había merecido la pena.
(continuará...)
CHARLIE CHARMER
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