Pienso compuesto (Charlie Charmer) (I)
K sacó la garra del agujero con una enorme termita agonizante clavada en ella y la echó en la bolsa que llevaba colgada a la espalda, repleta de isópteros cuya ansia de celulosa había terminado resultando igualmente letal. Comprobó con el rabillo de sus enormes ojos que el saco estaba ya casi lleno: podría retirarse antes incluso de que amaneciera.
En Altan Ula, los mononykus [1] como K comenzaban la jornada al esconderse el sol en el horizonte y no cesaban de vaciar termiteros y árboles infectados hasta que abarrotaban con ellos los contenedores que tenían asignados en la base, lo que habitualmente sucedía bien entrada la mañana. Aquellos densos bosques de araucarias de más de sesenta metros proveían de trabajo a toda la comunidad alvarezsáurida, la única cuyas características físicas permitían desarrollar esta labor con eficiencia. A cambio, sus conciudadanos se encargaban del resto de tareas, como los tarbosaurios del comercio o los protoceratops de producir el nutritivo dinosoma.
Mientras regresaba a la base, K iba cantando algunos de los himnos con que solían acompañar la “reflexión comunal” al comenzar la jornada. Así evitaba pensar que llevaba sobre la espalda a todos aquellos repugnantes seres que se alimentaban unos a otros defecando en sus bocas.
- ♫♫ El trabajo os hará libres, la ignorancia da la felicidad, honremos a Baatar que nos protege de todo mal… ♪♫
- ¡Eh, K! ¿Te vas ya? –le interrumpió B, un shuvuuia [2] atento y cortés, con el que mantenía una cordial relación.
- Sí, la noche me ha cundido.
- Ten cuidado. Procura evitar el paso del arroyo. L dice que han visto huellas recientes de oviraptóridos por allí.
- Gracias, B. Así lo haré.
En cuanto perdió de vista a B, la cordial sonrisa de K se transformó en una grotesca mueca de desprecio. El sendero de regreso bajaba a la base evitando el arroyo pues, a medida que el sol ascendía sobre el firmamento, sus destellos sobre el agua lo transformaban en un lugar poco adecuado para los sensibles ojos de los mononykus. Pero la aurora aún no había despuntado y K tenía ya decidido tomar aquel atajo, como seguramente había deducido el aguafiestas de B, que no podía soportar la idea de que su vecino disfrutara del merecido descanso mientras él seguía hurgando en busca de insectos. Todo el mundo sabe que, aunque ambos alvarezsáuridos están provistos de hermosas plumas, los shuvuuia envidian las que adornan las vistosas colas de los mononykus.
Por supuesto, K hizo caso omiso a las estúpidas e insidiosas advertencias de B y a los pocos minutos estaba cruzando el arroyo. Como esperaba, no encontró allí huella alguna de bárbaros. Más aún, la única señal de vida que pudo constatar fue la fugaz aleta de un pez teleósteo al que posiblemente había despertado chapoteando al atravesar la corriente. Al otro lado, las coníferas daban paso a un bosque de cicadáceas en el que no faltaban tampoco elegantes palmas y doradas gramíneas. El alba refulgía ya a través de las copas de los árboles y a K se le escapó un gorgorito de satisfacción:
- Ko-ko-ri-kóooo…
- Algo desafinado, pero muy a propósito –dijo una voz a su espalda.
K se volvió. Una saichania [3] de más de dos toneladas blandía amenazante el descomunal núcleo óseo que remataba su cola, capaz de quebrarle todos los huesos de un solo golpe al saurio más pintado; a su lado, un no menos pavoroso nomingia [4] chasqueaba el pico, riéndole la gracia. K lamentó haber desconfiado de B, y después se desvaneció.
Cuando despertó, K se encontraba en una jaula cubierta por un tupido paño. Trató de tirar de él, pero tenía las patas traseras sujetas al suelo por algún tipo de argolla o correa y con las garras delanteras no llegaba. De modo que intentó apartarlo con el pico, pero debía estar atado a algún tipo de contrapeso porque sólo consiguió separarlo algunos centímetros de la estructura y cuando lo soltó para tirar de otro extremo volvió a ajustarse al contorno de su celda. También probó a mordisquearlo para, al menos, abrir un agujero que le permitiera observar el exterior, pero la postura que debía adoptar era muy forzada y le costó un triunfo agarrarlo entre sus dientes; además, cuando abrió el pico para lanzar la siguiente dentellada, el contrapeso tiró del lienzo y se le volvió a escapar. Lo intentó varias veces y, en una de éstas, se mordió la lengua y se hizo sangre. Por si fuera poco, el tejido era realmente firme y su sabor tan repulsivo que terminó desistiendo.
Explorando con el pico el interior de su calabozo descubrió que, al menos, habían tenido la atención de dotarlo de un bebedero con agua y un cuenco con algo de comida. Seguramente, le querían vivo con objeto de torturarle para que les facilitara información sobre los puntos débiles de la ciudad. Todo un detalle por su parte. Pero K no se quería convertir en un mártir antes de tiempo, de manera que dispuso de aquellos presentes tratando de ignorar el abyecto fin que pudieran tener. El agua era realmente fresca y se notaba que estaba recién cogida del arroyo, de modo que se enjugó el gaznate a placer, pero al hincar el diente al contenido del comedero se llevó una desagradable sorpresa: lo habían llenado de nauseabundas larvas de termita. Estuvo escupiendo hasta que volvió a quedarse seco y, entonces, regresó al bebedero y lo vació por completo. Aquella broma de mal gusto hizo pensar a K en una vil represalia. Aunque se le escapaba porqué, su ocupación no era del agrado de sus captores.
K pasó las siguientes tres o cuatro horas recostado en el suelo con la cabeza sobre el lomo, dándole vueltas al horrible destino que aquellos bárbaros le tendrían dispuesto. Recordó los sádicos cuentos que habían aterrorizado su infancia, en los que el oviraptor feroz devoraba a niñas imprudentes o derribaba las inestables casas de los tres shuvuuias. Y luego estaban los espantosos testimonios que les contaban durante la “reflexión comunal” quienes aseguraban haber sobrevivido a sus carnicerías. Aunque tenía algunas dudas sobre su veracidad, puesto que él mismo se sintió obligado una vez –todos lo hacían- a narrar una de aquellas “experiencias” y, pese a que nunca había visto de cerca a ninguno, describió con todo lujo de detalles como al visitar a unos parientes lejanos en Djadochta fue testigo de cómo una horda de citipatis [5] descuartizaba a un grupo de incautos jóvenes que habían salido al campo inocentemente de excursión.
De pronto, los atropellados pasos de sus carceleros irrumpieron en la estancia donde colgaba su jaula y K supo que su suerte estaba echada. El mononykus pudo distinguir una voz femenina, que dijo “¡Ay! estáte quieto, tonto”, y otra masculina que le respondió “Anda, ven aquí”. Sus soeces risas se alternaban con extraños sonidos –algo así como “muack, muack”- entre los que K creyó escuchar algún gemido que tampoco fue capaz de interpretar. A partir de ahí ya no volvieron a hablar, pero los suspiros y jadeos fueron aumentando en frecuencia e intensidad hasta que la voz masculina emitió un intenso gruñido. Después, se hizo el silencio durante un tiempo y, entonces, la voz femenina, que K había identificado ya como la de la saichania del bosque, dijo:
- Tengo que enseñarte algo.
- Mmmm. Creía que ya lo te había visto todo…
- No seas idiota. Es algo que encontré esta mañana en el bosque.
(Continuará)
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[1] Terópodo alvarezsáurido de fines del Cretácico. Bípedo, de un metro de largo y unos tres kilos, poseía un único dedo con una larga uña en sus extremidades anteriores. Debió estar cubierto de plumas y sus grandes ojos apuntan a hábitos nocturnos.
[2] Alvarezsáurido emplumado de unos 60 cms. y poco más de dos kilos, cuyo nombre significa “pájaro”.
[3] Anquilosaurio de unos siete metros cuya coraza se extendía también a la zona ventral. Su nombre significa “hermoso” en mongol.
[4] Oviraptórido cenagnátido de dos metros cuyo pigóstilo sugiere una cola con un abanico de plumas.
[5] Oviraptóridos de tres metros con cresta que se han encontrado fosilizados anidando sus huevos.
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