lunes, 16 de octubre de 2017

Cuando reinaban los reptiles (Duane N. Carroll) (I)

Desde estos lares, os hemos ofrecido ya algún relato pionero sobre dinosaurios inédito en castellano, como "El huevo de iguanodón" de Robert Duncan Milne. En esta ocasión, os ofrecemos la traducción [1] del pulp When reptiles ruled (enero de 1934, en Wonder Stories), de Duane N. Carroll, uno de los primeros narrados desde el punto de vista de un dinosaurio [2]. Carroll es también autor de Into the mesozoic (1932, en Amazing Stories).



Cuando reinaban los reptiles

Duane N. Carroll
Traducción de Charlie Charmer

Parte I


    El sol –una ardiente esfera roja envuelta en nubes- estaba comenzando a ascender por las lejanas colinas y, aunque sus rayos parecían luchar por penetrar en la atmósfera, constantemente cargada de cenizas volcánicas, llevaron su luz hasta una hermosa tierra. No era un mundo habitado por el hombre. De hecho, si hubiese existido el hombre, es dudoso que hubiera podido aguantar mucho tiempo, pues se trataba del Mesozoico -una era de reptiles gigantes- y las feroces criaturas reinaban soberanas, no sólo sobre la tierra, sino también sobre el aire y el mar.

    Mientras los pálidos rayos del sol encontraban su camino a través de las hojas de las ramas de altos árboles parecidos a las palmeras, y jugaban en la espesura de coníferas, cícadas y otra vegetación, estos grandes saurios comenzaron a despertar. Los carnívoros empezaron enseguida a acechar a las criaturas más pequeñas para convertirlas en su desayuno, mientras que los herbívoros se arrastraban lentos y pesados por las proximidades de los pantanos para explorar o pastar manojos de cícadas y coníferas, con el fin de procurarse las hojas más suculentas cerca de las copas.

    De vez en cuando, a medida que la mañana avanzaba, parejas de estos enormes monstruos se enfrentarían en combate mortal, y el bosque resonaría con sus feroces gritos y atronadores bramidos, y extraños pájaros saldrían volando, añadiendo sus asustados gritos al caos.

    En esta tierra vivía Lugi, el Struthiomimus. He aquí un reptil que distaba mucho de ser feroz. En su apariencia general, se parecía a un avestruz con una cola larga, pero su cuerpo estaba cubierto de escamas. Sus mandíbulas carecían de dientes, y sus largos y delgados dedos, y cortas e insignificantes patas delanteras no estaban del todo adaptados para desgarrar.

    Cuando los primeros rayos del sol parpadearon entre las hojas y las vides de la espesura donde había pasado la noche, Lugi salió a campo abierto. Tenía hambre, pero sabía dónde podía encontrar comida. Había un riesgo considerable, pero era el tipo de comida que más le gustaba, y después de todo, desde que salió del huevo calentado por el sol tropical en la arena donde había sido enterrado, había aprendido que todo lo que hacía estaba acompañado de peligros, y había llegado a aceptarlos como parte de su existencia.

    Después de detenerse un instante, en el que escuchó con atención para detectar cualquier señal de peligro, comenzó su camino a lo largo de uno de los senderos más pequeños. Caminaba erguido sobre sus largas y esbeltas patas traseras, que lo podrían transportar rápidamente lejos casi hasta del más rápido de los perseguidores. Pero aún así, él era cauteloso y ocultaba su cuerpo cuanto le era posible mediante la selección de caminos que le conducían a través de denso follaje.

    Pronto llegó a un lugar donde los árboles daban paso a una zona de terreno que se elevaba suavemente. El suelo estaba suelto y era arenoso, con tan sólo algún matorral ocasional, aunque estaba lleno de rocas y cantos rodados.

    El aire cargado de humedad se había vuelto gris y pesado, y los rayos ardientes del sol, incidiendo intensamente en este tramo de tierra relativamente abierta, ocasionaba que ascendiese vapor ligeramente de la tierra húmeda y el follaje.

    Pero Lugi no tenía ojos para estas manifestaciones. Había hecho una pausa, justo dentro del límite exterior de la arboleda, y examinaba el cielo y el espacio que tenía ante sí en busca de signos de peligro. Después de esperar un período considerable de tiempo, que aparentemente satisfizo a su cautelosa mente de que todo estaba bien, salió a campo abierto y corrió directo colina arriba.

    Corrió tal vez trescientos metros, y luego se detuvo de golpe. Aquí había un pequeño espacio casi rodeada de gruesos brotes de vegetación. Estaba situado de tal modo que recibía todos los beneficios del sol durante la mayor parte del día. Un observador avezado se habría dado cuenta de que el suelo cerca del centro había sido perturbado. Lugi había estado aquí antes, y aunque había tratado de borrar la evidencia de esta visita anterior, no había tenido éxito por completo.

    Después de echar un último vistazo con el que examinó el cielo y el paisaje en todas direcciones, saltó sobre la vegetación enmarañada, y se encaminó directamente hacia el lugar donde la tierra había sido revuelta. Agachándose, para aproximar sus patas delanteras al suelo, comenzó a cavar en la arena. Pronto quedaron a la vista cinco grandes huevos. Habían sido depositados y enterrados en el suelo arenoso por algún gran saurio, y abandonados por que los incubaran los cálidos rayos del sol.

    Que los huevos no quedaron totalmente sin vigilancia, era evidente por las acciones apresuradas y nervios de Lugi. Desde que salió de la selva, se había apresurado, pareciendo confiar la mayor parte de la precaución al viento. Veloz, había echado constantes vistazos hacia arriba, como si hubiera esperado por un momento cierto peligro por allí, pero no había desfallecido. Parecía decidido, una vez que había comenzado esta peligrosa aventura, a llevarla a cabo, si era posible.

    Rápidamente, pero con cuidado, tomando un huevo del nido, lo puso en el suelo cercano y luego volvió a enterrar los cuatro restantes. Nervioso, raspó y palmeó el suelo hasta que eliminó toda evidencia de su visita en la medida de lo posible. Entonces tomando entre sus largos y delgados dedos el huevo que había elegido, se volvió para abandonar el peligroso lugar de una vez.

    Pero no iba a escapar sin ser detectado. Desde el cielo, pero a distancia, llegó un estridente grito penetrante, y pudo verse volando directa y rápidamente en su dirección una enorme criatura parecida a un murciélago. ¡Qué criatura tan feroz! Su tamaño y fiero aspecto infundirían terror a un corazón mucho más valiente que el de Lugi. Sus grandes alas se extendían al menos seis metros de punta a punta y su larga cabeza de forma triangular y poderosas mandíbulas se estiraban hacia delante lo más posible, impaciente por apoderarse de su presa. Los feroces gritos eran ahora constantes, y cuando las largas mandíbulas se abrieron, fueron expuestas hileras de crueles dientes afilados que fácilmente podrían acabar rápido con un reptil más pequeño.

(Continuará)

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[1] Ignoramos si existe otra versión en castellano, si fuera así agradeceríamos que nos lo hicierais saber.
[2] Tal vez el pionero fue The way of a dinosaur (1928) de Harley N. Aldinger (también en Amazing Stories), y después vendrán Starvation –o Runaround- (1942, Fredric Brown), Raptor Red (1995, Robert T. Bakker) o el segundo capítulo de Evolution (2002, Stephen Baxter), entre otros.

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