Cuando reinaban los reptiles (Duane N. Carroll) (y II)
Cuando reinaban los reptiles
Duane N. Carroll
Traducción de Charlie Charmer
Parte II
Resumen de lo publicado: Lugi, el Struthiomimus, encuentra unos huevos con los que saciar su apetito. Pero, cuando se las prometía felices, es descubierto.
UNA BATALLA PRIMITIVA
Lugi no dudó un instante. Sabía qué clase de criatura le estaba atacando. Era Rayah, el pterodáctilo, saurio gigante del aire y dueño del nido que acababa de robar. Ayer, Lugi había estado merodeando entre la franja más exterior de la arboleda que limita el claro, y se había vuelto para pasar en el mismo instante en que Rayah dejaba su nido. Se dio cuenta de que aquí había huevos -su comida favorita- y esperó hasta estar razonablemente seguro de que el saurio aéreo no volvería por algún tiempo. Entonces le había robado uno de los huevos. Tuvo eventualmente la intención de robar todos, pero al parecer Rayah había descubierto el robo y estaba vigilando su nido más de cerca que de costumbre. Independientemente de cómo, fue descubierto y estaba en una posición peligrosa.
Incluso mientras miraba hacia la fuente de los terribles gritos, las ágiles piernas de Lugi entraron en acción, trasladándole rápidamente hacia el protector refugio de los árboles. ¡Si pudiera alcanzarlos! estaría provisionalmente a salvo, al menos, y tendría la oportunidad de perderse entre la espesura creciente de la vegetación, pues Rayah no podía desplegar sus grandes alas entre los árboles.
Lugi corría cada vez más rápido. En presencia de su gran amenaza, su terror no conocía límites. En muchos lugares, ni siquiera se apartaba a un lado para evitar los matorrales y rocas, sino que saltaba ágilmente sobre ellos con mucha mayor facilidad de la que lo haría un ciervo moderno. Pero, a pesar de sus ágiles piernas, no podía igualar la velocidad de las grandes alas de Rayah.
Poco a poco el feroz saurio aéreo se acercaba a su potencial víctima. Ahora era posible escuchar el prolongado silbido con que terminaba cada grito. Los ojos de Lugi estaban fijos en los árboles próximos. Ahora estaban muy cerca. Si pudiera llegar a ellos, tendría un respiro temporal, por lo menos. Rayah estaba ahora justo encima de él. Se disponía a abalanzarse sobre él. Descendió como una plomada, con las crueles garras extendidas para agarrarle, y las poderosas mandíbulas abiertas, desde las que escapando como un bufido, un vapor se desvaneció en el aire.
Como si percibiera la cercanía del peligro, y llevado del terror, Lugi puso en juego cada onza de energía que le quedaba en su ágil cuerpo. Los árboles estaban nada más que a unos cuantos pasos por delante, y con un grito como el de un conejo herido, se arrojó hacia ellos. Esta nueva explosión de energía aumentó su velocidad y destruyó el objetivo de Rayah. Sus garras lo perdieron, pero al virar bruscamente para evitar chocar con el suelo, la punta de un ala rozó el cuerpo de Lugi, haciéndole caer de culo. Más asustado que herido, se puso en pie rápidamente y se refugió entre los árboles, pero no se detuvo. Sabía que Rayah seguiría por encima, observando todos sus movimientos, y si no podía eludirla pronto, sus gritos de rabia atraerían a la escena a algún reptil más grande y tal vez más feroz.
Entonces comenzó un lúgubre juego del escondite. Rayah navegaba por encima, con sus grandes alas casi rozando las copas de los árboles, y sus ojos, ardiendo de ira, siguiendo cada movimiento que Lugi hacía. Él, a su vez, entraba y salía entre los matorrales, tratando de burlar a su fiero perseguidor antes de que otro de sus enemigos fuese atraído al escenario.
Por mucho que lo intentaba, Lugi no podía eludir al saurio aéreo. Donde quiera que corriese, siempre estaba justo encima de él, gritando y silbando ruidosamente. Cada vez más aterrorizado, corrió incontroladamente, sin pensar en la dirección. Su único deseo era escapar de la amenaza que aullaba sobre él. Cuando un claro se abrió ante él, no vaciló, sino que lo cruzó sin pensar, justo como Rayah esperaba. En el espacio abierto no había nada que le impidiera atacar a su presa. Una vez más se cayó, y de nuevo parecía que Lugi estaba condenado. Entonces algo inesperado sucedió.
Mientras Lugi huía de la ira de Rayah, otro monstruo, atraído por los gritos del perodactilo, iba corriendo hacia ellos para investigar. Aunque Rayah era a la vez feroz y terrible, he aquí un reptil que podría superarle en ambos aspectos. Era Gunda, el gran tiranosaurio, rey de todos los reptiles, y probablemente la criatura más feroz que jamás haya existido. Se elevaba seis metros en el aire, caminando en posición vertical sobre poderosas patas traseras, y llevando su larga y fuerte cola separada de la tierra para mantener el equilibrio. Medía doce metros de la punta de la cola a la parte superior de su enorme cabeza, y sus crueles garras ganchudas y sus dientes largos y afilados deletreaban desastre a cuantos se les acercaran. Las patas delanteras, más pequeñas, aunque nunca utilizadas como medio de locomoción, estaban admirablemente adaptadas para desgarrar cualquier cosa lo suficientemente desafortunada como para cruzarse en su camino y ahora estaban gesticulando con expectación mientras la bestia se dirigía a encontrarse con los gritos que se acercaban rápidamente.
Desplazándose seis metros con cada paso, alcanzó el claro ante Lugi y Rayah, y, como si percibiera que pasarían por allí, y que el lugar podría ser el que mejor se adaptase a sus planes, ocultó su gran cuerpo lo mejor que pudo, y esperó. De vez en cuando los rayos del sol se reflejaban en su cuerpo escamoso, pero por lo demás, estaba tan quieto que un observador ocasional no habría descubierto su presencia.
Rayah, todavía gritando, apareció ante su vista. Gunda había estado observando el cielo intensamente esperando que apareciese, y ahora, mientras volaba directamente hacia el claro, su atención estaba centrada en ella, y parecía no darse cuenta de que Lugi había accedido al espacio abierto y lo estaba atravesando a la carrera.
De repente, sus músculos se tensaron; Rayah se estaba lanzando hacia abajo. Se acercó rápidamente, directa hacia Lugi el fugitivo. Pero por rápida que fuera, Gunda era más rápido. Con una carrera y de un salto lanzó sus crueles garras a su encuentro.
El saurio aéreo, viendo las garras amenazantes, trató de evitarlas. Pero era demasiado tarde. La agarraron como un tornillo, traspasaron la carne, y por unos momentos, la lucha fue feroz. Gritando y sibilante; peleando con todos los medios a su alcance, Rayah trató de romper el asimiento de su antagonista. Frenéticamente, sus grandes alas batieron el aire y sus afilados dientes infligieron muchas dolorosas heridas en la cabeza y el cuello del tiranosaurio. Pero sus esfuerzos fueron en vano. La llave de Gunda no podía romperse. Se aferró sombríamente a su luchadora víctima, esperando un inciso. Al poco su oportunidad llegó. Rayah, a punto de agotarse, cesó su lucha por un momento. En ese instante, la gran cabeza de Gunda se lanzó hacia delante; las poderosas mandíbulas se abrieron y se cerraron. Hubo un crujido repugnante, y las alas de Rayah cayeron y revolotearon sobre el cuerpo de su asesino. En unos instantes, no quedó ya evidencia alguna de la lucha.
“Rajah luchó por soltarse del agarre de su antagonista. Pero sus esfuerzos fueron en vano... Lugi había conseguido escapar” (Ilustración de Frank R.Paul para el relato de Carroll)
Mientras que los dos feroces reptiles luchaban, Lugi había conseguido fugarse. Reacio a renunciar a lo que tanto había arriesgado por adquirir, se había aferrado al huevo, que había escapado milagrosamente de toda lesión durante su alocada carrera para escapar del pterodáctilo. Ahora estaba en un lugar apartado, disfrutando de su comida tan duramente ganada.
Así era el Mesozoico: "la supervivencia del más apto". El cazador era cazado y el asesino, a su vez, asesinado. He aquí a dos reptiles que habían conseguido su desayuno. Otro reptil y su bebé sin eclosionar lo habían suministrado.
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