Benditas icnitas (Carlos de Miguel)
Una vez más, Alonso fue a ver las huellas de piedra. Sus padres no necesitaban su ayuda aquel día, así que disponía de toda la mañana para hacer lo que le placiera.
Recordaba a la perfección el día en que las habían descubierto, dos años atrás. Nuño Núñez, un pastor de ovejas, había desaparecido con la mitad de su rebaño durante una terrible tormenta. Nuño era un hombre querido en todo el pueblo, amable, alegre y dado a pasar las noches en la posada, regalando anécdotas y bromas a sus vecinos. La noche de la tormenta no apareció por la posada, y tampoco la siguiente. Al tercer día algunas ovejas descarriadas de su rebaño llegaron al pueblo, empapadas y en un estado deplorable, pero de Nuño aún no se sabía nada. Los rumores empezaron a circular entre los más cotillas, y todo el mundo empezó a temerse lo peor. Una caída, un desprendimiento, un torrente o el ataque de unos bandidos eran las opciones con más adeptos.
Y entonces, una semana después, cuando todo el mundo le daba por muerto, apareció de nuevo en el pueblo, con las doce ovejas que le quedaban de su rebaño de doscientas. Estaba sucio, herido, malnutrido y enfermo, pero una expresión de júbilo iluminaba su rostro. Afirmó haber sido testigo de un milagro y salvado por una intervención divina. Tras dos días perdido, sin comer ni beber, se le apareció la Virgen a lomos de un asno, con el Niño Cristo en brazos, y le indicó el camino de vuelta. Mientras la visión se desvanecía entre la lluvia, el asno iba grabando sus pisadas en la dura roca.
Por supuesto, su historia caló profundamente entre los lugareños. Aun terriblemente enfermo de fiebre, Nuño se empeñó en llevar hasta allí a los sacerdotes del monasterio, a las autoridades y a todo aquel que quisiera ver con sus propios ojos las pruebas de dicho prodigio. Y tras una larga caminata allí estaban, unas enormes y extrañas huellas impresas en la ladera de piedra, testigo directo de los pasos del animal que cargaba con el hijo de Dios y su madre. Se proclamó el milagro y se clamó a los cielos, y el respeto y el temor por lo divino se hizo todavía más fuerte en los corazones de aquella gente. El lugar pasó a considerarse sagrado. El pueblo pasó a considerarse sagrado. El bueno de Nuño, que murió aquella misma noche debido a la fiebre, pasó a considerarse un hombre santo.
Dos años habían pasado ya, y a Alonso todavía le costaba mucho creerse todo aquello. Le había caído bien Nuño, pero él, un muchacho de diez años que jamás había pisado la escuela, siempre había considerado al pastor un poco bruto. Se suponía que la visión celestial le había indicado el camino de vuelta, pero Nuño había estado perdido aún cinco días más; también era sabido que las fiebres y calenturas podían provocar alucinaciones. Y desde luego, si de algo no eran aquellas huellas era de burro: no coincidían ni en tamaño ni en forma. Por supuesto, sabía que no podía decirle a nadie ninguna de aquellas cosas, o le acusarían de blasfemo, hereje y quién sabe qué más, y podría tener problemas muy serios.
Por fin llegó hasta el lugar en el que estaban las huellas de piedra. Terminó la torta que se estaba comiendo, se limpió las manos en las calzas y se agachó junto a la primera de ellas. Tres dedos, como las de las aves, pero de un tamaño imposiblemente superior; su mano, a su lado, resultaba diminuta y ridícula. A Alonso le fascinaban aquellas marcas, pero su interés nada tenía que ver con lo místico. ¿A qué clase de fantástica criatura pertenecían, tan poderosa y grande que era capaz de grabar sus pasos en la dura roca? ¿Cómo era? ¿Qué comía? ¿Dónde vivía? ¿Cuánto hacía que había pasado por allí? Y por encima de todo, ¿dónde estaba ahora? ¿Qué había sido de ella? Eran preguntas que se hacía una y otra vez, cuestiones que llevaba dos años repitiéndose y que asaltaban su mente cada vez que visitaba aquel lugar.
Avanzó hasta la siguiente huella para observarla, y luego hasta la siguiente, y la siguiente y la siguiente, hasta llegar a la última de ellas. Entonces volvió a la primera, metió el pie en ella y dio una zancada hasta la segunda. Así, a grandes pasos, recorrió todo el rastro, haciendo ruidos y poniendo extrañas posturas, imaginando que era una de aquellas maravillosas bestias. Alonso era un niño inteligente, callado e introvertido, y puesto que además no tenía hermanos, no era raro verlo jugar solo.
Un momento… ¿qué era aquello? Desde el final de la explanada rocosa Alonso pudo ver que las huellas no acababan sin más, sino que desaparecían bajo un manto de arbustos y hierbas. Y unas decenas de metros más allá, se abría otra zona de terreno duro y escarpado, desnudo de vegetación. ¿Llegaría hasta allí el rastro? Siguiendo un presentimiento y con el corazón en un puño, siguió adelante. Sin embargo, no estaba preparado para lo que vio a continuación.
Efectivamente, las huellas llegaban hasta allí. Pero no lo hacían en solitario, porque otro conjunto de pisadas se unían a ellas y avanzaban juntas. ¡Y allí, más adelante, había más! Este tercer grupo de huellas solo tenía dos dedos en uno de los pies… ¡el animal había perdido un dedo! Había todavía más pisadas, en esta ocasión más pequeñas, que avanzaban entre las huellas de mayor tamaño… ¡el rastro de una cría! Alonso se sentía emocionado, exultante… todo un grupo de aquellos increíbles animales había pasado por allí. ¿Cómo es que nadie se había dado cuenta? ¿Cómo era posible que él no hubiera descubierto antes aquella maravilla?
La imaginación de Alonso estaba desbordada. Atravesaban su cabeza imágenes de colosales y gigantescos animales, parecidos y a la vez diferentes a los pájaros, que caminaban a grandes pasos por aquellos parajes, haciendo temblar la tierra a su paso y dejando constancia de su existencia en forma de grandes huellas impresas en la roca.
Y de pronto, Alonso se sintió triste. Acababa de hacer un descubrimiento increíble, el hallazgo de pruebas de la existencia de criaturas enormes y extraordinarias, quizás todavía ocultas en alguna parte, en lejanas tierras o por el contrario en alguna cueva cercana. Algo mucho más maravilloso, misterioso y complejo que las historias en las que creía la gente del pueblo. Y sin embargo, no podría compartirlo con nadie. La gente no estaba preparada para aquello, no cabía en sus mentes moldeadas por historias que llevaban oyendo y repitiendo desde pequeños. Y aquel muchacho de diez años de pronto sintió que se hacía mayor, y se notó cansado y abrumado como un anciano.
Habrían de pasar varios siglos todavía para que los científicos conocieran su significado, pero aquel día Alonso estuvo realmente cerca de comprender la verdadera naturaleza de las icnitas.
RODRIGO SAURIO (Carlos de Miguel)
Este es uno de los relatos que quedó en segundo lugar, cuyo autor es Carlos de Miguel, uno de los responsables del Blog de Las Hoyas, paleoilustrador y ya un habitual en Koprolitos (ya publicamos un relato suyo aquí).
¡Gracias por participar, Carlos!
0 comentarios:
Publicar un comentario