jueves, 23 de enero de 2014

Una piedra en el camino (Juan José Tapia)

Era la misma calle, la misma acera, los mismos comercios que abrían sus puertas a ella, pero algo era distinto. Alzaba la vista para encontrar la ropa tendida en los balcones; todo apuntaba a que la vida seguía su curso, pero algo había cambiado, aunque haría mal en buscarlo allí fuera. Era yo. La persona que aquella mañana había realizado el recorrido inverso, camino de la fábrica, no presentaba el aspecto taciturno del hombre que arrastraba sus pies sobre el pavimento, como si una pesada losa hubiese sido depositada sobre sus espaldas.

Cada paso me acercaba un poco más hasta el lugar al que no deseaba llegar, aunque mis pies poco sabían del nudo que atenazaba mi garganta, ni del mal que aquejaba a mi corazón. Recordaba haber oído en un documental de La 2 que algunos investigadores aseguraban que los diplodocus tenían un corazón adicional en el cuello. Entonces no le vi la utilidad, pero ahora les envidiaba; uno de repuesto no me habría venido mal.

Sabía que encontrar una nueva ocupación resultaba poco menos que una hazaña, una tarea más propia del mítico Hércules. No era un pensamiento que hubiese contaminado mi mente a la vista del panorama en que nos había tocado vivir, sino una verdad que ya había experimentado en primera persona; sólo unos meses me separaban de aquel momento, pleno de alegría, en que llevé la felicidad hasta mi hogar en la forma de un contrato de trabajo. Sólo unos meses, pero ahora parecía tan lejano...

Agotado el subsidio, aquella oportunidad devolvió el sentido a mi existencia, y la esperanza a mi familia, a la que ya veía abocada a sufrir la mayor de las penurias. Sin embargo, la realidad había vuelto a alcanzarme, y con ella una amarga carga de obligaciones a las que no podría hacer frente.

Sí, fui yo quien pidió a Pilar que dejase su trabajo en el bar. No me gustaban las miradas que le dirigían los otros hombres, y nunca quise escuchar sus razones. Era posible que ella estuviese en lo cierto, que viviese anclado en la época de mis abuelos, pero siempre consideré que, como esposo y padre, era el responsable de poner la comida en los platos que ocupaban nuestra mesa. Tan sólo ahora comenzaba a ser consciente de lo absurdo de mis planteamientos, pero quizás era ya demasiado tarde para buscarle remedio.

Creí en las promesas de estabilidad cargadas de buenos propósitos y adornadas con catorce pagas, y dejé que la ceguera de los celos me indujese a pedirle que dejase su empleo. Luego, todo se convirtió en humo, y como tal se escapó entre mis dedos, incapaces de preservar el futuro que había imaginado para los míos.

Siempre deseé que mis hijos estuviesen orgullosos de su padre pero, ¿qué podía ofrecerles yo ahora? Tan sólo el mal ejemplo de un machista recalcitrante, alguien que había permitido que sus estúpidas ideas arruinasen la vida de quienes más le importaban en el mundo. Ese era yo, y no me gustaba en qué me había convertido.

Cuando el camino que llevaba me condujo junto al río, observé las aguas desde lo alto del puente, y un siniestro pensamiento cruzó mi mente. Aunque tuve la sensación de haber permanecido horas enteras con la mirada clavada en el líquido que discurría debajo de mí, sabía que habían sido tan sólo unos segundos de vacilación, de dudas que me llevaron a plantearme lo impensable, la salida más cobarde a mis problemas.

Me esforcé por evitar que mis lágrimas pudieran ser vistas por aquellos con quienes me cruzaba en mi camino al calvario, pero me sentía un ser rastrero por el mero hecho de haber prestado un espacio en mi conciencia a aquel pensamiento. Tal vez habría supuesto el fin de mi penar, pero habría significado ignorar por completo lo que el destino le tenía reservado a mi familia, y eso me convertía en un ser miserable.

Introducir la llave en la cerradura requirió por mi parte el empleo de buena parte de la energía que había procurado reservar para hacer frente a la escena que me aguardaba en casa. El modo en que mis dos hijos se abalanzaron sobre mí tan pronto como intuyeron que papá acababa de llegar, hizo que por un instante recordase lo que significa sentirse amado, aunque el sentimiento no tardó en mudar en pánico; pánico a no ser capaz de alimentarlos, de vestirlos, y de proporcionarles todo aquello que mis padres me dieron a mí. Me sentía vacío, y me odiaba desde lo más profundo de mi alma.

El más pequeño, que apenas había cumplido los cuatro años, me tendió una hoja de papel en la que había dibujado a toda la familia. No me costó reconocerme en un monigote que sujetaba una llave inglesa en su mano. Pensaba que había agotado cuantas lágrimas me habían sido concedidas en esta vida, pero una vez más, estaba equivocado.

Encontrar los ojos de Pilar, que me observaba desde la puerta del comedor, supuso una prueba que no había contado con superar. Eran demasiados los años que habíamos compartido para que una mirada no hiciese innecesarias las palabras. Pude ver en sus ojos que lo sabía.

Mientras me abrazaba sentí que me rescataba del profundo pozo en que me había hundido.

-No te preocupes —me dijo empleando ese tono que me enamoró cuando la conocí—. Mañana también amanecerá.

GALIANORTE / WASOON CHUMBEY (Juan José Tapia)


Juan José Tapia, ganador del certamen anterior, ha vuelto a participar en la edición de este año con este relato. Esperamos seguir contando con su presencia en ediciones venideras.

¡Gracias Juan José!

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