Psico Trópico (Charlie Charmer) (y II)
Resumen de lo publicado: en la comuna conocida como "La Patera" están comenzando a suceder extraños acontecimientos, pero nadie tiene claro que no sea todo una alucinación debida a los alcaloides.
- Mirad, esto está lleno de huellas –observó acertadamente Basilio.
Los restos no dejaban lugar a dudas. Las impresiones sanguinolentas sobre el suelo de madera se iban alternando siguiendo siempre la misma pauta: primero, una huella alargada de zancuda y luego un círculo. Si ya la pata estampada indicaba que el asesino no era un ave palmípeda, el redondel recordó a todos (menos a Ana) que Patapalo había tenido que sustituir su bastón. Obviamente, la urgencia le había hecho olvidar darle la misma forma que al anterior.
- Siempre desconfié de ese pibe –dijo un pato.
- Ya os dije que los lectavis no eran de fiar –se quiso apuntar el tanto otro.
Armados de palos, rastrillos y cualquier otro utensilio apto para trinchar, se agruparon para subir a la habitación donde, supuestamente, dormía Patapalo. Patoruzú empujó la puerta y entraron en tropel, encontrándose con el susodicho balanceándose en una tumbona con la bata puesta. Ensimismado en su delirio, la zancuda continuó hablando entre dientes, ignorando a la multitud que había irrumpido en su dormitorio.
- Comprendelo, mijito –dijo impostando una ridícula voz femenina-. Esa pájara era una guarra y solo quería chuparte la sangre. Ya no volverá a molestarte y podrás dedicarme toda tu atención.
- Sí, mamá –se contestó con su tono habitual.
En ese preciso instante, cuando los allí congregados todavía no se habían recuperado del shock, un fuerte golpe resonó en la planta baja, seguido de un tropel de enérgicos pasos que hicieron retumbar toda la edificación.
- ¡Les habla la policía! Esto es un desalojo. Salgan con las alas en alto y el carnet en la boca –gruñó al pie de las escaleras un fiero carnotauro mientras las astillas de la puerta seguían todavía cayéndole desde los cuernos.
- Puucha, la pasma ¡Sálvese quien pueda! –gritó el gurú.
La histeria se adueñó de los patos, que salieron corriendo en desbandada, olvidándose por completo del lectavis. Alguno se arrojó por la ventana, recordando demasiado tarde su deficiente capacidad de vuelo. En cuestión de pocos minutos, los supervivientes formaban en el exterior, con las alas apoyadas sobre la pared. Un policía golpeó a Patoruzú en las piernas con la porra para que las abriera más.
- Eeeh, un poco de respeto –se quejó Basilio- No sabés a quién estás pegando.
- ¿Ah, sí? Explicame vos –dijo, levantando la barbilla de Basilio con su porra.
- Es Mampato González, doctor en filosofía y una eminencia mundial en biología.
- Te presentaría a dos eminencias que vienen conmigo –dijo el policía, haciendo ademán de bajarse la cremallera-, pero hay señoritas presentes.
Entonces, el gurú se acordó de Patapalo. Miró a su alrededor y comprobó que no estaba presente.
- Agente, arriba se ha quedado un asesino en serie. Tengan cuidado, es un auténtico psicópato.
- ¿Sí? Huuy, qué miedo –dijo Fausto, el oficial al mando-. Gómez, subí por ese pájaro de mal agüero. Con cuidado, que pica.
- Nadie nos ha leído nuestros derechos –dijo Ana, mientras Gómez se crujía los nudillos subiendo las escaleras.
- Tenés razón, pollita. Te los voy a contar, para que no se diga. Mirá: tenés derecho a cerrar tu puto pico, todo lo que digas me la pela y consuélate si no te violo en la furgoneta. ¿Querés que te los repita en privado o entendiste?
Antes de que Ana pudiera darle la réplica (lo que tal vez habría sido fatal para ella), un ruido seco se dejó oír en la planta superior, seguido del estruendo que hizo aquel austrocheirus de ocho metros con el equipo completo de antidisturbios al caer a plomo al suelo de piso inferior, reventando la tarima en el impacto. Fausto echó un ojo desde el umbral y, cuando vio la flecha clavada en el entrecejo de su compañero, alertó a los suyos.
- ¿Viste, loco? ¡La puuuta que lo parió! Chicos, agárrenme a ese guacho y vamos a romperle el orto.
El sargento hizo una seña a varios efectivos para que cubrieran la parte trasera del edificio mientras el resto entraba en tropel, con los escudos por delante. Al darse cuenta de que dejaba a los detenidos solos, entendiendo que las órdenes habían sido claras y no incluían hacer guardia en el exterior, el austroraptor que entró en último lugar les dijo:
- Y ustedes, no se me vayan a mover mientras bajamos a ese hijoperra, ¿eh? Llevémonos bien. No me sean pendejos.
Patapalo había tapado la ventana con un armario y se había atrincherado en el dormitorio, usando la puerta entreabierta como una tronera, desde la que disparaba su ballesta a diestro y siniestro. Un orkoraptor que había conseguido alcanzar la segunda planta se aproximó parapetado tras un reloj de pared. Cuando estaba a punto de lanzar sus garras por la abertura, sonaron los cuartos. Alertado, el lectavis dirigió su arma hacia el sonido y vació el cargador. El celurosauriano salió despedido hacia atrás, impulsado por los impactos, y cayó al vació arrastrando consigo buena parte de la balaustrada.
- Santo Saurio –dijo el sargento Fausto-. Pedí refuerzos –ordenó al recién llegado austroraptor, que emprendió la carrera en busca de la furgoneta.
Al salir de la casa, el dromeosáurido comprobó que los pájaros habían volado y comenzó a temblar pensando en las consecuencias que aquello le podría acarrear. Aunque, claro, nadie sabía que había sido él quien les había dejado sin vigilancia.
- Lo siento. No se fiaban de que fueran a ser objeto de un juicio justo –dijo una voz bajo la sombra de una cica.
Lo que faltaba. Sí había testigos de su negligencia. Y todavía tenía la desfachatez de acercársele con la mano tendida.
- Clodomiro Skinner. Psiquiatra. El prúrito profesional me impidió unirme a mis compañeros. Creo que os puedo ayudar a coger a Patapalo.
Al final iba a tener suerte. Si lo que decía el pollo era cierto, nadie preguntaría siquiera por los fugados. Casa desokupada, asesino loco en la trena. El sargento estaría contento. Era suficiente para ponerse la medalla.
- Mi sargento, este yungavolucris asegura que sabe cómo reducir al pirado.
- ¿Y a que esperás? –le espetó Fausto- Esa mala bestia va a acabar con todos mis chicos.
- El sujeto es un víctima de una patología cognitiva de tipo esquizoide, posiblemente fruto de una predisposición originada en un trauma infantil y catalizada por el uso de opiáceos. Debe ingresar en el frenopático.
- ¿Lo qué?
- Que está enfermo.
- Dejámelo diez minutos y verás como lo curo. No lo va a reconocer ni la puta que la parió.
- No. Debe recibir tratamiento médico. Si querés que os ayude, esas son mis condiciones.
Un noasaurio cayó acribillado a flechazos a los pies del sargento Fausto. No tenía elección. Asintió con la cabeza. A instancias del yungavolucris, ordenó el alto el fuego. Clodomiro subió por las escaleras ondeando una bandera blanca. Bueno, una camiseta que tomó de la cesta de la colada atada a un palo. La prenda llevaba estampada una y griega invertida a la que el trazo central atravesaba por completo, un diseño del propio Patapalo, que había contado a sus compañeros de comuna que se trataba de un símbolo de la paz, pese a que era evidente que representaba a una zancuda con un pene desproporcionado.
- Fermín –dijo el psiquiatra, utilizando el nombre de pila de Patapalo para ganarse su confianza-, soy Clodomiro. No dispares, subo solo.
- ¿Qué querés?
- Charlar un rato con vos, no más.
- Andá con cuidado, ha entrado la cana en “La Patera”.
- Sí, ya me he dado cuenta. No te preocupes, les has asustado y se lo están pensando mejor antes de intentar subir de nuevo. ¿Puedo pasar?
La puerta del cuarto se abrió por completo un instante y luego se cerró de un portazo. Un policía hizo ademán de dirigirse hacia las escaleras, pero el sargento le detuvo.
- Esperá, ese loquero parece que sabe lo que se hace. Dejemos que nos haga el trabajo sucio y ya nos ocuparemos a fondo de los dos pollitos en la furgoneta, jajaja.
Al cabo de veinte minutos, la paciencia del carnotaurus expiró y ordenó a sus saurios acribillar la puerta y mirar después en qué había quedado la negociación. Deseosos de terminar la operación cuanto antes y retirarse a escuchar por la radio el campeonato de caída libre del circuito de Montmeló, los terópodos vaciaron los cargadores a conciencia contra la indefensa tabla, que acabó convertida en serrín. Cuando el humo se despejó un poco, entraron en la habitación, que encontraron vacía. Varios tablones despegados del suelo les orientaron sobre el curso de los acontecimientos. Entre la tarima y el forjado había hueco suficiente para las aves.
- Disparad al techo –ordenó el sargento Fausto, seguro de que los patos debían seguir en la casa.
Las fuerzas del orden agotaron toda la munición que llevaban encima y después fueron a la furgoneta a por más. Nadie se iba a reir de ellos. Cuando las vigas, echas un colador, no pudieron soportar más el peso del plomo, cedieron, y todo el piso se hundió sobre los asaltantes, que quedaron sepultados entre toneladas de cascotes, maderos y polvo.
Amanecía en el valle. Los soroavisaurus cantaban a la aurora, despreocupados, bebiendo el rocío de las hojas y, en la cercana laguna, los paeloanfibios miraban sorprendidos a aquel montículo que había crecido durante la noche y discutían vivamente (los paleoanfibios son muy dados a discutir y cualquier excusa es buena) sobre el aspecto del paisaje antes de su irrupción.
“La Patera” había quedado reducida a una escombrera. Lentamente, una cabeza asomó entre los restos, perfectamente camuflada por la suciedad que la cubría. Al abrir los párpados, el sargento Fausto creyó que estaba nevando al ver las partículas de polvo desprenderse de sus cuernos y cejas. Trató de incorporarse, pero no pudo conseguirlo. Una viga le había golpeado la espalda provocándole una seria lesión medular, dejándole paralizado de cintura para abajo. Y las extremidades superiores de un carnotauro son aún más pequeñas, en proporción, que las de un T-Rex.
Una pareja de paleobatracios se presentó ante la escombrera, deseosos de ver cuál de los dos llevaba razón en base a los restos que pudieran encontrar. Al ver al abelisáurido se asustaron un poco, pero les tranquilizó ver que no era capaz de moverse. El más atrevido se acercó unos pasos, pensando que lo que pudiera contarles aquel superviviente podía terminar inclinando la balanza de su lado.
- Perdone, buen saurio, aquí había antes un corral de patos, ¿verdad?
- No sé de me habla, señor. En todo el tiempo que llevo viviendo entre la nieve, no he visto ningún pato. Ahora, si me disculpa, voy a regresar a mi concha. Los moluscos no podemos estar mucho tiempo fuera de casa.
El sargento Fausto volvió a meter la cabeza entre los escombros, dejando a los paleoanfibios estupefactos. Desde luego, no podían contar con su testimonio para dirimir su contienda.
- Che, ¿viste lo mala que es la droga, compadre? ¡Cómo se le fue la pelota a ese saurio…!
- Y que lo digas, boludo. Todo el mundo sabe que los moluscos no pueden sobrevivir en la nieve.
CHARLIE CHARMER
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