viernes, 20 de noviembre de 2015

Pelando la pava (Charlie Charmer)

Ping, ping, ping. Aquella lagartona avanzaba de un modo ridículo, dando pequeños saltitos para esquivar los coprolitos que había diseminados en las inmediaciones de la ribera oeste del pantano, cuyas inquietantes aguas se escondían bajo una densa bruma azulada. Por supuesto, aquellas deposiciones no eran valiosos gastrolitos de lirainosaurio (las liras, moneda oficial de Iberoarmórica), sino vulgares cagarrutas de ornitópodo desecadas y endurecidas por el transcurso del tiempo.

Ping, ping. Iván la miró, estupefacto. Había escogido aquel lóbrego ambiente crespuscular para la cita con la aviesa intención de que la joven se arrojara a sus brazos al primer síntoma de peligro, y todo lo que parecía provocarle era una escrupulosa aversión escatológica. “Si no estuvieras tan buena, te iba a aguantar la tontería quien yo me sé” -pensó, con cierta resignación. Realmente, se trataba de una dromeosáurida asaz mollar y maciza, aunque era obvio que no solía salir mucho por los barrios periféricos. Les había presentado en una fiesta un becario que trabajaba en el departamento de paleontología con Iván, que comenzó a sospechar que Borja había engordado un poco su currículum romántico para hacerle más atractivo a ojos de Piluca.

- O sea, que has seducido a media facultad en una ciénaga rodeada de caca… -trató de encajar la dromeosáurida, sacudiendo la cola con fuerza para expulsar los restos de barro y hojas secas adheridos al atravesar la maleza- Es que no me lo creo, de verdad te lo digo.

Iván evitó contestar. Lo único que le venía a la cabeza eran comentarios despectivos sobre los señoritos de las zonas exclusivas, siempre con las plumas recién teñidas y el pico empolvado, para los que la marisma no era más que el ignoto lugar del que provenían las latas de paté de titanosaurio con las que el servicio les preparaba los canapés con que recuperar fuerzas tras una dura velada jugando a la canasta o sometidos a una agotadora sesión de manicura.

- ¡Uy! Esta boñiga sí que es fashion –estuvo a punto de caerse por esquivarla.

- No es una boñiga, es un fósil –“definitivamente es tonta”, pensó Iván, tratando de valorar si eso era bueno o malo para sus intereses-. Concretamente un trilobites.

- ¡Qué idealll! Justo lo que dijo Borja que estábais estudiando. No sé porqué, me había hecho a la idea de que eran un poco más… grandes, ¿sabes?

- En el Silurirock la mayoría de los seres eran de ese tamaño –aclaró Iván-. Aunque también estaban los escorpiones marinos, claro…

- ¿El Silurirock?

- Un periodo geológico que tuvo lugar hace 350 millones de años. Se llama así porque los primeros estratos estudiados se encontraban en una zona donde suelen acudir a desovar grandes bancos de siluriformes entre las rocas [1].

Piluca le observaba con los ojos muy abiertos. Ahora comprendía mejor el encanto al que habían sucumbido todas aquellas jovencitas que decía Borja. No había entendido una sola palabra, pero sonaban tan bien aquellas frases… Definitivamente, Iván parecía un dromeosáurido apuesto e interesante.

- ¿Siluri… qué? –intentó hacer ver que le interesaba realmente toda aquella perorata.

- Peces-gato.

- ¡Ah! ¡Qué ricos! Me encantan, están supermegabuenos con patatitas…

La dromeosaúrida se agachó y tomó al trilobites entre sus fauces, volcándolo con la cara adherida al barro hacia el exterior. Giró la cabeza varias veces alrededor de aquel extraño ser, lo olisqueó e incluso se atrevió a darle un fugaz lametón, arrepintiéndose enseguida de su temeridad.

- ¡Puajj! ¡Qué asco! –olvidó todos sus modales y empezó a escupir sin pausa, como una escopeta de repetición.

- ¡Claro! Pero, ¿a quién se le ocurre? –Iván no pudo contener la risa.

- Me has engañado, gilipichis. No hay ningún pez-gato dentro de esa piedra. ¿Es que crees que soy tonta?

El joven se rascó la sien con una garra que le sobresalía del ala a modo de apéndice. Por un momento, estuvo tentado de contestar lo que pensaba pero, al verla agitar el isquion del repelús mientras esputaba con fiereza, algún oscuro mecanismo en su subconsciente le aconsejó esperar a ver si aquella cita podía acabar dando algo más de sí.

- En absoluto. Pero yo no he dicho que ese fósil correspondiera a un pez-gato, sino a un trilobites. No me has debido entender bien.

- Tienes razón –las escamas del rostro de la dromeosáurida adquirieron un tono bermellón-. O sea, para nada. Perdona. Y… los trilobitesss, ¿cómo eran? –trató de cambiar de tercio.

- Bueno, eran unos seres bastante particulares. Se pasaban el día arrastrando el pigidio por la arena en busca de algo que echarse al hipostoma... y tenían un gran sentido del ritmo.

- ¡Anda! ¡no me digas!

- Pues sí. Les encantaba percutir con sus exopodios sobre las rocas del fondo marino, lo que los especialistas llamamos “música rock”. Solían hacerlo en grupo y los más virtuosos gozaban de gran reputación entre los suyos, como los Arcticalymene Pistols o los especialistas en cantos rodados Aegrotocatellus Jaggeri y Perirehaedulus Richardsi. Con frecuencia se trataba de agrupaciones familiares, como la de los hermanos Joeyi, Johnny, Deedeei y Ceejayi Mackenziurus, o sus primos, los Avalanchurus Lennoni y Starri, más conocidos como “los Trilobeatles”.

Piluca abrió las fauces sin pudor, en un bostezo que evidenciaba su nulo interés por las manifestaciones artísticas paleozoicas. Iván comprendió que era absurdo tratar de mantener una conversación con la moza y decidió pasar a la acción antes de que tanta pijotería acabara por anularle la líbido.

Aunque el ambiente no había logrado hasta entonces el efecto deseado, todavía podía encarrilar la situación con un poco de dramatismo. Aprovechó la proximidad de un banco de niebla y, de un brinco, desapareció en su interior dando un alarido que habría helado la sangre en las venas a un arcovenator en celo.

- ¿Iván…? –por primera vez, la voz de la dromeosáurida parecía dejar traslucir cierta inquietud.

La difusa sombra del paleontólogo se agitaba convulsa en el interior de la bruma, de la que escaparon algunos gruñidos y otros ruidos confusos que apuntaban a una cruenta confrontación. La silueta cayó bruscamente y desapareció. Cuando el silencio subsiguiente –que parecía presagiar el peor de los desenlaces- permitió escuchar que la respiración de Piluca se había comenzado a transformar en un jadeo expectante, Iván volvió a incorporarse y abandonó la nube para volver junto a la joven.

- ¿Qué… qué ha pasado? –preguntó ella.

- No lo he podido ver bien. Algo me agarró y trató de arrastrarme hasta el fango, pero se ha llevado su merecido –dijo el paleontólogo sacudiendo el puño, en cuyos nudillos podía apreciarse un rasguño ensangrentado-. Esto está lleno de alimañas…

- Estás herido, ¡qué fuerrrte! Déjame que le eche un ojo –dijo, tomándole la zarpa-. El año pasado hice un training de primeros auxilios en la pisci de la urbanización ideal de la muerte.

Piluca embadurnó de lodo la herida al intentar practicar un vendaje con unas hojas que había recogido del suelo. Iván le agradeció cortésmente la atención aunque, comprendiendo que con los cuidados de semejante enfermera la infección estaba garantizada por más que se tratase de una lesión muy superficial, procedió a cauterizarla como pudo a lametones en cuanto la joven distrajo su atención del contusionado para acercarse a contemplar la orilla.

- ¡Qué mal huele! O sea, en esta charca debe desembocar un vertedero –exclamó Piluca, tapándose los orificios nasales al tiempo que retrocedía-, y de los gordos. Es superimposible que haya nada vivo hay dentro.

Como merecida respuesta y súbitamente, una infernal bestia primigenia emergió de las aguas. Bajo la oscura capa de fango que las cubría, brillaban las escamas de un terrible Lohuecosuchus megadontos, dispuesto al ataque. El reptil agitó su poderosa cola de modo amenazador y abrió sus enormes mandíbulas, mostrando una hilera de dientes hipertrofiados capaces de amputar un miembro a un saurópodo de un mordisco.

Iván agarró a la joven de la cola y la echó hacia atrás, saltando al frente para enfrentarse con el depredador. Lo sujetó por las fauces y ambos rodaron entre el barro y el polvo de la ribera, en desigual lucha. El cocodriliano se deshizo de la llave de un potente coletazo que arrojó al paleontólogo contra unos arbustos que ocultaban una roca que hizo crujir sus huesos. A duras penas, Iván trató de incorporarse, respirando con dificultad. Se palpó con cuidado bajo los pulmones y confirmó sus sospechas. Tratando de superar el dolor, espetó a su rival:

- Vamos, ven aquí, monstruo del averno.

- Déjate de literatura y no finjas más. La chica se ha marchado, capullo –contestó el Lohuecosuchus, sacudiéndose el polvo del lomo con la cola.

- No jodas -Iván miró hacia atrás. Con lo que le había costado asustarla, al final se le había ido de las manos.

- Ya te dije que no era buena idea, que eso de las damiselas arrojándose en brazos de sus aguerridos defensores sólo funciona en los cuentos.

- ¿Y para esto me he roto una costilla?

- Hostias. Lo siento, tronco, no quería darte tan fuerte… -las membranas nictitantes del reptil parpadearon varias veces.

- No has sido tú, es que no he calculado bien dónde aterrizar. Me lo tengo bien merecido, por mamón…

El cocodriliano ayudó a Iván a llegar hasta el sendero que conducía al pueblo y le recomendó que no dejara de visitar al médico en cuanto llegase. El paleontólogo se despidió de él, agradeciéndole toda la atención recibida y asegurándole que no tenía de qué preocuparse, que seguiría su consejo.

- Lo que más me jode –dijo Iván-, es que otra vez me he quedado sin mojar, y en este estado voy a pasar una buena temporada sin poder ir a la discoteca.

- Si te sirve de consuelo, era una pija insoportable. Aunque supongo que en la cama eso da igual.

- ¿Cómo te has dado cuenta? Si apenas la has visto unos segundos…

- Mientras tratabas de recuperarte del porrazo, cuando ha salido escopetada, iba gritando: “Jesússss, que sitio más cutre. No vuelvo en mi vida, te lo juro por mi muñequera de squash”.

CHARLIE CHARMER

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[1] Por supuesto, el Silúrico tuvo lugar hace 444-416 millones de años, pero esta historia está ambientada en el Maastrichtiense (Cretácico Superior), hace 70-65 millones de años, que deben descontarse para hacer el cómputo. Y también sabemos que el periodo Silúrico recibe su nombre de la tribu celta de los Siluros, que habitó la zona del Sur de Gales donde Roderick Murchinson identificó los primeros estratos. Pero nuestro relato sucede mucho antes del nacimiento de Sir Roderick, por lo que debemos partir de la versión de los saurios paleontólogos contemporáneos… y sí, parece que ya había siluriformes a finales del Cretácico.

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