Por los pelos (Charlie Charmer)
- Cuéntanos un cuento, amona.
Como todos los años, la abuela herensugea distraía a sus nietos al tiempo de brumar narrándoles cuentos y leyendas folklóricas transmitidas oralmente de generación en generación. Así, los pequeños reptiles pasaban el invierno en mundos de fantasía de los que solo regresaban de cuando en cuando para beber un poco.
- ¿Cuál queréis que os cuente? ¿el de la lagarta y el guisante? ¿el de Escamas de Oro y los tres dinos? ¿el de los galtxagorrisaurios?
- ¡El del celéstide y la doncella! –dijeron al unísono.
La historia del terrible lainodon oruetxebarriai que vivía en una sima tenía varias versiones. Entre las más conocidas estaban la del lainodon de Arrasate, que se las veía con el prometido de la susodicha doncella, o el de Mondarrain, al que era un pastor el que se enfrentaba. La abuela herensugea tenía su propia versión, que tomaba un poco de todas ellas y algunos añadidos de su propia cosecha. Pero lo que más le gustaba a sus nietos era que nunca terminaba la historia de la misma manera. De este modo mantenía su atención hasta el último momento, pues la emoción estaba asegurada.
- Está bien, está bien. Pues vamos allá –dijo la anciana, y comenzó su relato-: Hace mucho tiempo, cuando la Tierra era joven y aún no existían los grandes saurios que hoy la hacen temblar bajo sus pisadas, en una lejana aldea del Norte vivía una hermosa doncella que pasaba el día enroscada entre las ramas de un manzano…
- ¿Era una serpiente?¿era una serpiente?
- Ya sabes que sí, txiki, era una herensugea caristiorum como tú, pero si me interrumpes, no podrás saber cómo sigue la historia.
- Deja a la amona que siga, Maite.
La niña se golpeó sobre la boca con la punta de la cola, en promesa de guardar silencio. Su abuela le acarició la cabeza con la suya tiernamente y, siseando un par de veces, retomó la narración:
Edurne, que así se llamaba la joven, compartía el árbol con siete lombrices, pequeñas pero muy trabajadoras, que vivían cada una dentro de una manzana y habían puesto en marcha una sidrería. Su sagardo era tan exquisito que pronto se hizo popular, no solo en la tierra, sino en medio mundo, pues los marinos lo llevaban en sus viajes y a menudo lo intercambiaban por otras mercancías. Y como en la etiqueta pusieron un retrato de Edurne, cuya belleza rivalizaba con la de las estrellas en el cielo, pronto el manzano se convirtió en lugar de peregrinación de apuestos jóvenes, enamorados perdidamente de su imagen.
Entre todos los pretendientes de la bella Edurne, habría que destacar a los príncipes Dortoka, Polysternum (que atendía por Poly) y Solemys, del país de las tortugas. Los tres buscaban un heredero para el trono, pero ellos mismos no se ponían de acuerdo en quién debía ceñirse la corona que había dejado vacante su difunto padre. Cada uno se había hecho construir su propio palacio, cuyas bondades se esforzaron en referir con todo lujo de detalles a la la joven herensugea con el fin de ganarse su atención:
- Las paredes están hechas de abodes de barro y paja, la misma que cubre los tejados, aportando frescura en verano y reteniendo el calor en invierno. Es un tipo de construcción tradicional, sostenible y respetuosa con el medio ambiente –dijo Solemys, el benjamín.
- Sus robustas columnas y el artesonado del techo son de maderas nobles, y el suelo de tarima taraceada; todo en él es exquisito y refinado, despierta los sentidos y llama a la reflexión interior –dijo Poly.
- Hice llamar a los mejores canteros del reino para labrar sus sillares y lo edifiqué con gruesos muros de mampostería para que resista el embite de los elementos y el paso del tiempo –dijo Dortoka, el primogénito.
Pero, cada vez que una de las tortugas terminaba su relato, la doncella se limitaba a resoplar, hastiada de ver cómo se vanagloriaban de sus logros arquitectónicos, como si el continente fuera más importante que el contenido. Y así, uno tras otro, fue derribando los castillos que habían construido en el aire sus pretendientes.
- Pero, niña, ¿es que no hay nadie que te agrade? –le preguntó un día la lombriz sabia, la más vieja de todas.
- Musturzabalsuchus, el aitzkolari –dijo ella, sin dudar un momento.
- ¡Ay, amak! Ese amor es imposible.
- ¿Por qué?
- ¿Es que no te imaginas lo que pasaría si un leñador se acerca al manzano? Precisamente, por eso llevamos todas colgando del cuello un txistu, para avisar en cuanto veamos aparecer un hacha en el horizonte.
Edurne, que era una serpiente sensible y desprendida, renunció al amor del cocodriliano y trató de olvidarle ayudando a las lombrices a elaborar su delicioso sagardo.”
- Amona, tengo sed.
La abuela herensugea llenó un vaso con la jarra que había dejado en la mesilla de noche en previsión de este tipo de contingencias y, cuando su nieta hubo satisfecho sus necesidades, continuó con el relato:
Pasó el tiempo y quiso la fortuna, cruel y caprichosa, que un terrible celéstide fuera a anidar en una sima de la región. Fueron unos pastores los que dieron la voz de alarma, pues por la noche salía y devoraba los rebaños, y a los aldeanos que tenían la osadía de trasnochar para vigilar su fuente de ingresos. Alarmado, el rey envió a su heraldo para que parlamentara con la bestia y llegaron a un acuerdo: el monstruo respetaría al ganado a cambio de que, cada noche, le dejaran a una joven doncella atada a una enorme araucaria que dominaba un calvero del monte, para satisfacer su voraz apetito. Por supuesto, la familia real estaba excluida del trato. Los poderosos son así, pequeños míos, no dudan en sacrificar a los demás en aras del bien común.
Al cabo de unos meses, el pueblo se quedó sin jóvenes que sacrificar y fue necesario organizar batidas para buscarlas por los alrededores. Y así, un día, los soldados del rey se presentaron en el manzano de las siete lombrices. Aunque éstas se resistieron con todas sus fuerzas, no pudieron evitar que se llevaran a Edurne, que acabó atada a la abominable araucaria de la vergüenza. Agotada después de chillar durante horas, se acabó quedando dormida.
De pronto, un estruendo la despertó y pudo ver como la tierra se resquebrajaba ante ella, vomitando azufre y fuego. Una grotesca criatura surgió de las entrañas de la sima, regurgitada por algún protervo demonio que la enviaba a sembrar el terror, en busca de la siguiente víctima a la que atacar al amparo de la oscuridad para robarle la sangre y arrancarle el alma. Jadeaba voluptuosa, mostrando sus espantosos dientes. No eran unos dientes como los vuestros, no. En el centro de la mandíbula poseía unas cuñas planas y afiladas, capaces de cortar de un solo tajo a una serpiente por la mitad. Las jalonaban colmillos como los nuestros y, luego, una larga fila de premolares y molares similares a los de los grandes saurópodos. La bestia tenía todo el cuerpo cubierto de pelo, en el que llevaba adheridos pegotes de barro y suciedad pestilente, haciéndola aún más repulsiva.
Edurne se desvaneció, víctima del horror, quedando a merced de la despiadada bestia cuando, de entre la maleza que rodeaba el calvero, apareció un caballero vestido con una luminosa armadura, sosteniendo entre sus brazos una enorme hacha de acero vizcaíno.
- ¡Detente, engendro! –le espetó.
- Voto al diablo, que me envía, ¿quién eres tú que osa retar al señor de las tinieblas?
- Musturzabalsuchus, el aitzkolari, me llaman.
- Pues te llamarán poco, con un nombre tan largo.
- Bueno, los amigos me dicen Musu, que significa “beso”… Pero ése no es tu caso, sabandija.
- ¿Y pretendes acabar conmigo a besos? Ya te anticipo que no eres mi tipo ¡jojojojo!
- Ay va, la hostia ¿cachondeíto encima? Tú a mí no me conoces. He sido tres veces campeón de aizkora jokoa de mi pueblo y el año pasado quedé finalista en la urrezko aizkora.
- No sé de qué me hablas, chato.
- ¿Tú ves esta araucaria a la que esos cobardes han atado a mi Edurne? Si me das veinte minutos, te la convierto en una tonelada de palillos.
- Eso me gustaría verlo. Siempre se me queda comida entre los dientes y no me vendría mal tener un stock en mi cueva.
- Pero primero hay que quitar a la neska de en medio, no vaya a ser que la lastime de un hachazo.
- Lo entiendo. Aunque traigo bastante hambre, me gusta tu reto. Pero, ¿qué gano yo si pierdes?
- Eso no es posible. Yo no pierdo ni al mus con dos pitos de postre.
- Entonces, ¿me darás lo que yo te pida? ¿sea lo que sea?
- Lo que quieras. Pero, si lo consigo (lo que está hecho ya por descontado), dejarás en paz a las muchachas de este pueblo y te construirás tu zulo en cualquier otra parte.
- Me gusta tu órdago. A mí también me gusta el mus, ¿sabes? Aunque reconozco que solo envito fuerte cuando llevo treinta y una de mano.
- Te apuntas la grande, me gano la chiquita en paso y a los pares te entro con todo… ¿de qué te vale tu juego entonces?
- De nada, si acepto el órdago.
- Eso acabas de decir.
- Eso habrá que verlo.
Cuando recobró el conocimiento, al compás de los primeros hachazos, Edurne se incorporó en la roca donde la habían depositado. No podía dar crédito a lo que veía. Su querido Musu se había desentendido de ella para exhibirse ante el monstruo que había estado a punto de devorarla. Enojada, se volvió al pueblo, decidida a aceptar la mano de Dortoka. Al menos, le aportaría algo de estabilidad en medio de aquel mundo de locos.
El cocodriliano encontró un grueso nudo cuando casi había llegado al corazón del tronco y se vio obligado a empezar un nuevo corte por otro lado, mientras el celéstide bailaba entusiasmado mirando como caía la arena en su reloj. Seguramente, aquel árbol había sido podado de joven. Tal vez lo había usado para entrenarse algún otro aitzkolari. Las venas del reptil parecían a punto de estallar, bailando entre los tensos músculos de sus brazos. Un sol de justicia castigaba su insolencia cayendo en vertical sobre el calvero. El aitzkolari apretó los dientes y siguió golpeando, gimiendo con cada hachazo como si estuviera estreñido. Al encontrarse con un nuevo nudo, aún mayor que el anterior, comenzó a desesperar. Tanta casualidad no era posible. Debía ser el único árbol del bosque con semejante constitución y le iba a tocar justo a él. Después de haber transformado en serrín las mayores secuoias de la región, se iba a ver humillado por una miserable araucana. No tenía tiempo para iniciar un nuevo tajo, así que golpeó el nudo con rabia una y otra vez, hasta la extenuación, sin resultado.
Agotado, se apoyó sobre el tronco para tratar de recuperar el resuello. Cuando levantó la cabeza, se encontró con la pérfida sonrisa del lainodón, mostrándole el reloj, cuya parte superior estaba ya vacía por completo. De la rabia producida por su derrota, el musturzabalsuchus dio un último hachazo, dejando clavada el hacha en el nudo.
- Has ganado. Si algo nos honra a los cocodrilianos es ser reptiles de palabra. Dime lo que quieres.
- Bueno, verás. La vida bajo tierra es bastante aburrida. Llega un momento en que uno se plantea cómo serían las cosas si tuviera con quien compartirlas…
- Eh, eh, para el carro, que te veo venir y yo soy muy macho.
- Y yo también, Musu, ¿no ves la barba que tengo?
En ese momento, un crujido se dejó escuchar en la quietud del bosque. Volvieron la cabeza hacia el árbol y comprobaron que la copa se estaba empezando a inclinar, tapándoles el sol. El mamífero corrió a refugiarse en su madriguera y el reptil escapó en la dirección opuesta. En cuestión de segundos, el tronco se partió por la mitad y la araucana cayó a plomo sobre la guarida del celéstide, bloqueándola para siempre. Musu regresó a por su hacha y se felicitó por haber calculado tan bien el tajo para que el derrumbe siguiera la trayectoria deseada. Se acercó al lugar donde antes había estado la morada del monstruo. Un pequeño trozo de pellejo lleno de pelos asomaba bajo el tronco, a pocos centímetros de donde la tierra comenzaba a hundirse en los abismos. Resopló, satisfecho. Se había salvado por los pelos de convertirse en el novio del lainodon.
Y colorín colorado…
- ¿Ya está, amona? Pero, no puede acabar así –refunfuñó el pequeño heresungea.
- ¿Y por qué no?
- Porque Musturzabalsuchus quería casarse con Edurne. Al final, el héroe se casa con la princesa y son felices y comen lombrices…
- Bueno, no siempre. Edurne se casó con la tortuga porque no tuvo paciencia y desconfió de su amado. A veces hay que dar una oportunidad, al menos de explicarse, a los que queremos.
- Pero Musu también pierde. No consigue a la chica que quería.
- Puede que Musu no hubiera sabido elegir bien. Tal vez lo sucedido le sirvió para darse cuenta y luego se esforzó en escoger mejor a la reptiliana o ¿por qué no? el reptiliano con que compartir el resto de su vida. Y tú, ¿no dices nada, txiki?
Pero Maite se había quedado dormida y soñaba plácidamente con el príncipe Poly, al que había invitado a tomar jugo de bayas y construir castillos de palillos, su afición favorita.
CHARLIE CHARMER
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