viernes, 20 de abril de 2018

Más historias del Paleolítico (Tania de Sousa)

Inequívocamente audaz, parcialmente sensato. Así era el último cazador-recolector del Cuaternario. El sílex se partió entre sus manos al mismo tiempo que cayeron al suelo algunas diminutas lascas. Sus insondables ojos claros dirigían la mirada a su herramienta; como un Miguel Ángel que liberaba la escultura del bloque de alabastro. Aquel hombre del Paleolítico sabía perfectamente las formas y texturas que iba a acabar teniendo la tosca pieza. No sólo intuía sino que conocía perfectamente el medio. Podía leer las constelaciones, como también medía la intensidad con la que los rayos de sol incidían sobre la tierra en el solsticio de verano. Preveía con exactitud la época en la que las hembras de bisonte se ponían en celo, y heredado misteriosamente por sus antepasados, poseía recuerdos que no eran suyos, de grandes mamíferos recorriendo largas distancias, en las regiones holárticas, durante la última glaciación. De algún modo albergaba cierta sospecha de que este modo de vida, que había prevalecido durante los últimos dos o cuatro millones de años, estaba llegando a su fin.

Su espalda semidesnuda mostraba cicatrices ya curadas de los recientes encuentros con animales a los que dio muerte. Los enfrentamientos cuerpo a cuerpo eran exiguos; su avanzada tecnología a base de propulsores y azagayas le permitían posicionarse a una distancia prudente y con una precisión de tiro infalible. La caza no sólo era un medio de vida para la supervivencia, cazar vinculaba al hombre o a la mujer con el palpitar de la naturaleza. Una continua reciprocidad en la que no existía ganadores y vencidos, sino un prorrateo de los recursos para que cada organismo vivo pudiera ser altamente beneficiado. Su sempiterna sonrisa mostraba la satisfacción de un hombre triunfante frente a los rescoldos incandescentes que reunían al grupo y a su familia. No tuvo que elegir su modo de vida, porque no existía una alternativa a ésta. Asumía con regocijo su sino, igual que lo aceptaba cualquier otro animal, como una singularidad más de la especie.

Un poco más alejado, se encontraba un reducido grupo de niños triturando ocre con un percutor de piedra sobre una base. Los más pequeños traían torpemente el agua, sin quitar la mirada del recipiente, mientras iban derramándola a cada paso que daban. Los juegos ocupaban la mayor parte del tiempo; tanto niños como adultos adornaban y pintaban su cuerpo, como signo distintivo, como lenguaje comunicativo o simplemente en un alarde estético que buscaba la belleza y la armonía. Este grupo de mujeres y hombres no habían aún doblado el espinazo para ganarse el sustento, ni sometido a otros seres vivos para su domesticación. Los últimos cazadores-recolectores del Pleistoceno no sabían de los imperativos del trabajo, ya que el trabajo era un concepto que les resultaba totalmente ajeno. Más allá del hermoso valle abrigado explorarían otros territorios, —migraciones geográficas dictadas por el oportunismo climático y el desplazamiento de sus potenciales presas— pero que jamás serían invadidos. En el futuro las conquistas serían sinónimo de guerra, y de esto, ellos tampoco sabían. Pronto, centenares de años más tarde, un acontecimiento transformaría por completo la economía paleolítica; pasarían de ser depredadores y recolectores a agricultores y ganaderos. La abundancia y almacenamiento de comida convencería a las siguientes generaciones de una seguridad ficticia y una libertad insidiosa.

El último cazador del Cuaternario examinó el horizonte, atesorando los reflejos y colores que la luz del sol estampaba sobre el cielo. No presentía aún el desastre, esa gran ruptura que iba a producirse cuando lejanas y futuras generaciones sentenciasen, sin saberlo, su existencia. Aún reinaba lo salvaje sobre lo domado, aún podía declamar al cielo que él sí era un hombre libre.

TANIA DE SOUSA


Nuevo relato de Tania de Sousa (puedes leer otro aquí), con ilustración del artista finlandés Tom Björklund.

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