Benito salió de la tiendecita del viejo Eulogio con una litrona en cada mano, seguido pocos segundos más tarde de su amigo Adolfo, que se había encargado de distraer al anciano pidiéndole el género más difícil de alcanzar para acabar marchándose sin comprar nada. Había sido tan fácil que casi no tenía ni gracia. Y eso que ya le tenían bastante mosca de alguna otra vez. Se dirigieron al parque de costumbre, donde Adolfo se sentó en el respaldo de un banco, mientras su camarada permanecía en pie, apoyando una bota sobre el asiento, para no mancharse sus pantalones bombachos recién lavados.
- Me ha dicho mi viejo que me vaya buscando un curro o me va a dar boleto –dijo Benito deslizando los pulgares bajo los tirantes-. No te jode. Como si fuera tan fácil.
- A no ser que quieras que te exploten de mala manera por cuatro liras. Claro, como saben que hay montones de inmigrantes dispuestos a dejarse el lomo por un plato de lentejas...
- Lo peor es que, en cuanto tienen para pagarse un alquiler, se traen a toda la familia a chupar del frasco. A pedir pensiones, a operarse y a curarse de todas las mierdas que les pegan los mosquitos en la selva. Por eso es casi imposible que te den una subvención y hay esas listas de espera en el ambulatorio. Es una vergüenza, tío.
- Ya te digo –dijo Adolfo sacudiéndose la cerveza que se había vertido en la camisa, tiñéndola de pardo oscuro. Ésta era la única prenda que le diferenciaba de la indumentaria de su amigo, que parecía de luto riguroso, aunque solo se le había muerto alguna neurona.
En ese momento, un pequeño ornitópodo tuvo la desgracia de cruzar la calle, al fondo de la plaza.
- Eh, mira, un zalmoxes.
- O un rabdodon, ¿cómo puedes distinguirlos? A mí todos los inmigrantes me parecen iguales.
- Esos pequeños bastardos son inconfundibles… ¿y si nos divertimos un poco, dándole un buen susto?
- Claro, tío. Mira, aquí tengo las cadenas de la moto. Vamos a cazar a ese hijo de puta. ¡Eh, tú, zalmoxes! –el aludido volvió la cabeza un instante; después prosiguió su camino, tratando de disimular, como si no les hubiera visto- No te hagas el loco y espéranos, que queremos charlar un rato…
Aunque el pequeño ornitópodo (apenas tres metros cuando la mayoría de los hadrosaurios iberoarmoricanos superaban los cinco) era casi el doble de grande que sus rivales, había oído historias terribles sobre los desgarros que podían llegar a provocar las garras falciformes que poseían en el segundo dedo del pie. Al oír el tintineo de las cadenas chocando con el reposabrazos metálico del banco, se olvidó ya de guardar las formas y salió por patas. Los dos pyroraptores emprendieron la caza de un salto, dejando el banco envuelto en una polvareda al arañar el suelo para impulsarse.
Hugo llevaba poco tiempo en la ciudad y no conocía demasiado bien el terreno que pisaba. Su primera intención fue escapar en dirección contraria a su domicilio, con objeto de evitar que sus perseguidores pudieran llegar a averiguar dónde vivía. Pero desechó la idea porque estaba seguro de que acabaría perdiéndose y, lo que es peor, podía acabar en un callejón sin salida o en las zonas que frecuentaban aquellos u otros depredadores, lo que equivalía a meterse directamente en la boca del arcovenator.
Al doblar la esquina de la callejuela de los libreros de segunda mano con la Avenida de Pablo Cuvier, dejó de oír las zancadas a su espalda, aunque no por eso aminoró el ritmo de la marcha. Efectivamente, su prudencia le hizo ganar unos segundos de ventaja, los mismos que Benito tardó en encontrar sus huellas en la encrucijada. Pese a su mayor tamaño y que se apoyaba en todas las patas en la carrera, abandonando su bipedismo habitual, Hugo tenía poco que hacer contra la agilidad de los dromeosáuridos, mucho más ligeros, y pronto pudo sentir su aliento jadeante tras el cogote. De pronto, Adolfo dio un salto y aterrizó sobre la espalda del ornitópodo, que cayó tendido de bruces sobre un charco de aceite en el asfalto, a las puertas de un garaje. La carrera había terminado.
- Bueno, saco de mierda –dijo Benito, agitando las cadenas-. Ha llegado tu hora. Nunca debiste venir a este país, aquí no hay sitio para gentuza como tú. Es una pena que no puedas ir a decírselo a tu gente.
Hugo cerró los ojos y los apretó con fuerza. Allí acababa su sueño europeo, en el que nunca había creído demasiado. Pero, cuando las cosas se ponen difíciles de verdad en tu tierra, no tienes muchas opciones. Más que soñar, huyes hacia delante. No podía culpar a quienes le habían convencido para que les acompañara hasta allí. No deseaban más que su bien. Aunque no hubiese muchas oportunidades en Iberoarmórica para un inmigrante sin papeles, no había ninguna en el infierno que había dejado atrás. Como a tantos otros compatriotas, la meseta ibérica les había atraído tanto por su privilegiada situación y clima, que envidiaba el resto de sus socios europeos, como por la facilidad que suponía disponer de un idioma común. Porque en el Maastrichtiano, Iberoarmórica podría haberse llamado perfectamente Hadrosauria y, pese a su diferente corpulencia, los “lagartos robustos” nacidos fuera de la isla se expresan de modo muy parecido a través de sus crestas.
Pero el lenguaje no siempre es suficiente para conectar culturas y realidades tan distintas. La incomunicación y la alienación tienen fronteras difusas, especialmente cuando uno trata de abrirse hueco en un nuevo hábitat presentándose con una mano delante y otra detrás. No nos engañemos, éste es precisamente el tipo de situación que conviene al sistema. Así, los empresarios pueden obtener mano de obra barata que haga sus productos competitivos. Cuando los gobiernos miraban por sus ciudadanos, al menos, existía un marco normativo que trataba de proteger al trabajador con una serie de derechos básicos. Pero cuando la troika de los tres grandes saurios monopolizó el poder, lo único que podían hacer era tratar de sobrevir. Y en lugar de luchar contra quienes les habían llevado a esa situación, los mismos que tenían las riendas de la educación, la policía y los medios de comunicación en sus manos para evitar que nadie fuera capaz no ya de oponérseles, sino de tener un criterio propio, lo más cómodo y socorrido era echarle la culpa de todo al último que había llegado.
Hugo sabía todo esto y le habían enseñado que siempre, ante los conflictos, la mejor solución es el diálogo. Pero no es posible razonar contra quien deja que hablen en su lugar las cadenas, ni había ya tiempo más que para desear que todo pasara y los golpes le dejaran sin sentido cuanto antes.
- No te preocupes, nos damos por enterados –dijo una voz asomando desde el garaje.
Al volverse, los pyroraptores se encontraron frente a frente con tres tsintaosaurios de nueve metros chorreando grasa y sosteniendo en sus patas delanteras llaves inglesas, gatos hidráulicos y otras herramientas similares cuya mera visión les hizo mudar de color, hasta un pálido que casi resplandecía en contraste con el asfalto.
- ¡Papá! ¡Tío Dmitri! ¡Tío Sergi!
- ¿Por qué no ha ido tu hermana a buscarte al colegio? –le preguntó su padre, mientras sus corpulentos tíos arrastraban por las patas a los pyroraptores hacia el interior del local, cerrando las puertas tras de sí.
- Se va a enfadar si te lo digo… -el pliegue que se formó en el entrecejo de su progenitor le asustó más de lo que podía hacerlo la venganza de su hermana, y los aullidos y golpes metálicos que sonaban en el interior del garaje contribuyeron a decantarle por la confesión- Es que se ha echado novio…
- ¿Un novio? Será un tsintaosaurio al menos…
- Creo que es un arenisaurio del instituto, pero no le digas que yo te lo he dicho.
Los músculos del hadrosaurio titilaron sobre sus mandíbulas y sus ojos refulgieron de indignación. Apretó los puños con rabia y abrió la puerta del garaje.
- Chicos, dejadme algo. Lo necesito.
CHARLIE CHARMER
Charlie Charmer es uno de los editores de la revista "
Chorrada Mensual", un fanzine digital en el que los relatos, los poemas y los cómics son los principales protagonistas. Si te ha gustado este relato, puedes leer otros de Charlie Charmer como “
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Pangea Sauria”.