El Archidiácono y los Dinosaurios
Eden Phillpotts
Traducción de Charlie Charmer
Parte I
El archidiácono se sacó del bolsillo un prolijo rollo de papel de sermón.
- Aquí tengo un pedacito del período mesozoico -dijo, y yo le interrumpí:
- Mi querido archidiácono, eso fue miles de años antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.
- Muchos millones -respondió alegremente el archidiácono- Mi manuscrito trata sobre un período en el que la misma Madre Naturaleza era una niña de pecho. Como sabes, mi hobby es la paleontología. Mi artículo, revisado científicamente, supone cierto conocimiento de este tema adquirido tras el contacto con algo tan peligroso como una cena tardía. Ya ves que no escondo nada. Y he escrito el asunto aquí en un papel de sermón para que pueda hacerle mayor justicia.
Alisó el rollo de manuscrito, se ajustó las gafas y mostró su disposición para comenzar.
Así que me instalé y escuché su singular historia:
- Por supuesto, en un sueño, como en una comedia moderna, uno no debe detenerse a sopesar las probabilidades y ser lógico, si no, en ambos casos la estructura se desploma sobre sus oídos y el placer de seguir el hilo se echa a perder. Por tanto, cuando me encontré en una buena mañana comenzando un día de deporte y ciencia en el período Mesozoico, la circunstancia me sorprendió poco. Puedo decirte que mis polainas negras se transformaron en marrones, llevaba al hombro un rifle Remington y a mi lado caminaba el gato negro de mi esposa, Peter. Por supuesto, mi conocimiento del período me llevó a notar la naturaleza extremadamente mesozoica de mi entorno, y me sentí satisfecho fuera de toda medida al encontrarme sano y salvo tan atrás en la historia de este planeta. No me detuve a recordar que Peter, mi rifle Remington y yo aún no habíamos evolucionado, que incluso el hombre paleolítico tardaría innumerables siglos en aparecer, que incluso sus piedras de sílex eran todavía esponjas en el fondo de los poderosos océanos. Tampoco me sorprendió al principio que estaba solo, y por tanto separado de mi especie por tremendos abismos temporales. Por el contrario, me deleité con mi entorno, comprobé que era claramente jurásico y reí con satisfacción al considerar que llevaba la delantera, alrededor de doce millones de años, a cualquier deportista que hubiera ido de caza mayor con un rifle. También fui generoso. Me acordé de Cuvier, Huxley, Owen, Tyndall, Darwin, Geikie, Marsh, Zittel, Hutchinson [1], o un millar de naturalistas y paleontólogos eminentes que habrían disfrutado una mañana en medio de las maravillas de esa época, y deseé que todos estuvieran allí bajo mi protección y la de mi Remington y Peter.
Me encontraba en las orillas de un lago en una región pantanosa. El paisaje estaba principalmente compuesto por volcanes, pues pude observar una docena de ellos en el horizonte, arrojando columnas de humo que nublaban el cielo. Era un día tormentoso, sofocante, y ocasionalmente caían fuertes aguaceros, aunque el clima era soportable entre las precipitaciones. A mi alrededor crecían gigantescos helechos arborescentes, y en la extensión pantanosa a lo largo de la orilla del agua se alzaban junglas de enormes licopodios [2], desastradas licopodiáceas y algunas coníferas.
Licopodium clavatum, la estrella de la función
En torno a las fronteras de este mar interior, la vida de los insectos se abría camino libremente. Miles de mosquitos de enorme tamaño y casi de veinte centímetros de envergadura bailaban con libélulas gigantes sobre el agua. De vez en cuando un pez ganoide [3] saltaba como una trucha y se comía a alguno, lo que puede resultar algo curioso tratándose de un pez ganoide, pero no lo critiqué. Estos ganoides, por cierto, solo los disfrutaron una insignificancia. Los peces-lagarto, o ictiosaurios, les perseguían aquí y allá, devorando a miles en la superficie; los plesiosaurios, con cuellos como cisnes y cabezas de lagarto, también atrapaban a los ganoides, y sólo Dios sabe qué monstruos les esperaban en las aguas profundas cuando se zambullían.
Entonces sucedió algo extraño. De repente y sin previo aviso, una monstruosa cometa infantil, con una larga cola y alas de seis metros de ancho, apareció aleteando sobre las palmeras. Le siguió otra, y entendí, tras pensarlo dos veces, que se trataba de paraguas. Un descubrimiento de tal naturaleza, incluso en un sueño, me causó cierto asombro. Me costó entender que debieran girar así de promiscuamente en el aire mesozoico, y me pregunté quién los había perdido; pero al instante comprendí la verdad. Estos revoloteadores no eran en absoluto paraguas, sino tan sólo un par de pterodáctilos muy flacuchos. Aprovechando la ocasión, levanté a mi fiable Remington y disparé. Considerando que en toda mi vida no he sido conocido por saber manejar armas de fuego, juzgarás mi satisfacción si te digo que me las arreglé para herir al más grande. Cayó de bruces, y Peter, con una considerable falta de juicio, fue a recuperarlo. La leal y pequeña bestia casi perece en el intento. Es algo complicado recuperar tu pterodáctilo, con seis metros de alas agitándose, cientos de dientes afilados y un apego a la vida de intensidad prehistórica. He de decir, sin la menor duda, que los restos fósiles no dan idea alguna de la ferocidad de estos dragones voladores.
Pterodáctilos de Josef Smit para Extinct Monsters (1893, H.N.Hutchinson)
Pese a estar herido de muerte, el animal mostró una fuerte inclinación a matarnos tanto a Peter como a mí. Así que volví a cargar, y disparé al pterodáctilo en el ojo. Tras lo cual, él recogió sus vastas alas temblando a su alrededor y enterró su cabeza en ellas, y así murió. Marqué el lugar para recogerlo de camino a casa. Por supuesto, no puedo explicar cuál pudo haber sido mi idea de "casa". Tal vez pensé que me alojaba en un balneario mesozoico en algún lugar cercano, “En un agradable vecindario volcánico, con espléndidos baños de mar, tenis sobre hierba y tiro al pterodáctilo. Condiciones económicas.”
El aspecto de mi primera víctima me hizo pensar. Me sorprendió que, si criaturas de tal tamaño volaban por el aire, la Tierra firme pudiera soportar cosas mucho más grandes. Por supuesto, era consciente de que debía haber dinosaurios cerca. Sabía que algunos buenos especímenes alcanzaban a veces casi seis metros de altura, que muchos de ellos caminaban sobre sus patas traseras y que, aunque ciertas variedades se limitaban a una dieta vegetal, otras eran carnívoras, y se comerían tan pronto a un archidiácono como a cualquier otra cosa. También temblaba por mi Peter. Temía a cada paso que él hiciera algo precipitado y perdiera la vida. Por mi parte, decidí no permitir que interfirieran con mi seguridad las nociones quijotescas de lo que era y no era ser deportista. Para ilustrar lo que quiero decir, puedo contar que mi siguiente captura fue un teleosaurio [4] y le disparé durmiendo junto al río. Tenía la espalda dada la vuelta y los ojos cerrados, de modo que fui capaz de acabar con él sin la mayor dificultad.
Teleosaurios de Smit
Demostró ser una insignificancia de cocodrilo de unos seis metros de largo; y murió, por así decirlo, sonriendo. Se me ocurrió que este monstruo podía convertirse en estupendas cajas de puros para regalar a los amigos.
Y ahora sabía, a medida que avanzaba, que la caza mayor estaba por llegar. Pequeños dinosaurios, no más grandes que los canguros, saltaban libremente a mi alrededor, pero reservé mi fuego, sospechando que podría necesitarlo en cualquier momento. Mi compañero había perdido hacía mucho tiempo su nervio. Podría decirse que estaba fuera de armonía con su entorno. Se pensaba allí simplemente como un bocado para algo más grande que él mismo, y al darse cuenta de ello, saltó a mi hombro, evidentemente determinado a que, en el peor de los casos, moriríamos juntos.
A cada momento aumentaba el tamaño de la fauna. De pronto, un dinosaurio blindado -llamado escelidosaurio [5]- sacó la cabeza de un área de tres metros de juncos. Tenía placas y espinas en su monstruosa espalda y una mirada hambrienta en los ojos, del tamaño de un plato de postre. La bestia, afortunadamente, no nos vio, y sintiendo que no sería bueno disparar, salvo en caso de necesidad, me detuve en silencio donde estaba hasta que la criatura se zambulló en el agua. Entonces visité su guarida y fui capaz de resolver una cuestión que ningún paleontólogo ha aclarado nunca. Encontré un nido de dinosaurio con cuatro huevos dentro y, por lo tanto, resolví una gran pregunta para siempre. Los dinosaurios, sin duda, ponen huevos. Estos en particular tenían una textura similar a las ranas, pero estaban separados entre sí y eran algo mayores que calabazas grandes. Tras haber observado todo esto, escuché a la madre dinosaurio regresar y me retiré apresuradamente, sin preocuparme por arriesgarme a compararlos con una criatura de más de tres metros y medio de altura, cubierta de armadura y llena de instinto maternal.
(Continuará...)
Maternal escelidosauria de Alice B.Woodward para Evolution in the Past (1912, Henry R.Knipe)
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[1] Phillpotts hace un repaso de los principales naturalistas y paleontólogos del siglo XIX: Georges Cuvier (1769-1832), Thomas Henry Huxley (1825-95), Richard Owen (1804-92), Charles Darwin (1809-82), Othniel Charles Marsh (1831-99), Karl Alfred von Zittel (1839-1904) o Henry Neville Hutchinson (1856-1927). Llama la atención el olvido del rival de Marsh en la “Guerra de los Huesos”, Edward Drinker Cope (1840-97) y, curiosamente, ignora a paleontólogos como William Buckland o Charles Lyell, e incluye al físico John Tyndall (1820-93), cuyo interés por épocas pasadas se centró en los cambios de temperatura de las eras glaciales, de las que también se ocupó el geólogo Archibald Geikie (1835-1924).
[2] “Club Mosses” (lit.: “Musgos de porra”, por la forma de bastón de sus esporas). Se trata de primitivas plantas vasculares herbáceas que se reproducen por esporas. En el teatro victoriano, se usaban estas esporas secas para simular el efecto de llamas o destellos soplando un puñado, ya son altamente inflamables, aunque no desprenden mucho calor, por lo que se consideraban un “efecto especial” seguro.
[3] Escamas primitivas, llamadas así por estar recubiertas por una sustancia dura llamada ganoina.
[4] Saurópsido talatosuquio (cocodriliano) del Jurásico.
[5] Tireóforo del Jurásico descrito por Richard Owen en 1859, de cráneo triangular como el de los ornistiquios primitivos y el cuello más largo que el de otros dinosaurios acorazados.