Soy una asesina. Pero no una cualquiera, no. Soy una asesina en serie. Una genocida, me atrevería a decir. Ya, la modestia no es una de mis virtudes. Pero sí creo poseer una visión realista de las cosas que me permite apreciar los acontecimientos con objetividad por encima de las trabas que suele poner el orgullo. No es un gran mérito, pues en realidad no me siento orgullosa de lo que hago. Es mera cuestión de supervivencia.
Mi nombre es Țânţar, aunque muchos me llaman “Inútil”. Tal vez piensen que, como lo hacen en griego, no ofenden. Pero lo hacen doblemente, porque también me toman por ignorante. Aún así, insisto, no mato por venganza o resentimiento. Lo hago por mis hijos. Su padre me abandonó en cuanto me dejó embarazada y no me quedó otro remedio que buscar víctimas desprevenidas a las que parasitar.
Me resulta facilísimo dar con ellas. Puedo olerlas a kilómetros. Les saco la sangre hasta saciarme por completo. Cuando ya no me sirven, me marcho a por la siguiente. La mayoría no pueden superarlo. Languidecen, enferman y mueren sin remedio. No es porque les vampirice, no vayan a creer, siempre les dejo lo suficiente para sobrevivir. Es más, algunos casi ni lo notan más que por el sinsabor que les deja saber que les he convertido en mis presas. Claro que, cuando pasan unos días, empiezan a darse cuenta del legado letal que les he dejado. Es que estoy infectada. Si fuera posible, les diría “Dame todo lo que quiero y me largaré sin que te des cuenta”. Pero ya les he dicho que soy realista. El contacto es inevitable.
Sin embargo, con Vlad no fui capaz. Puede que fuera porque estaba completamente solo, tal vez por la tierna melancolía que desprendía su mirada… o quizá fue, simplemente, porque a él también le denigraban con un mote despectivo en lengua clásica, “pata lenta” (“bradycneme” [1]).
La mansión del viejo Vladimir era conocida en Transilvania (que significa “más allá del bosque”) como el castillo de Vlad, el solitario. No era un apodo gratuito. Aunque el pueblo estaba a pocos kilómetros (junto al bosque), llevaba años sin relacionarse con otro saurio. Tantos que, cuando una pulga eligió sus plumas para anidar, en lugar de intentar arrancársela de un mordisco, le permitió que le desangrara para tener quien le diera conversación. La pobre murió pocos días después de una indigestión.
Todos decían que Vlad era un ser hosco y huraño. En realidad, se trataba de un saurio sensible y afable, pero estaba aquejado de una severa fotofobia que le mantenía recluido contra su voluntad entre los muros de su hogar. Por si fuera poco, el reúma le vedaba el camino hasta el pueblo incluso cuando se iba el sol, ya que la única senda accesible avanzaba vadeando entre ciénagas y marjales, tan comunes en la Isla de Haţeg.
Antes de que mis métodos alcanzaran suficiente notoriedad en el pueblo como para tener que plantearme buscar otro territorio de caza, oí a un importante saurio –creo que era miembro del concejo-, hablar sobre Vlad, el solitario. Por algún motivo que desconozco, aunque intuyo que se trataba de simple desconocimiento y superchería, le percibían como una amenaza. Es cierto que no aportaba nada al pueblo, pues se autoabastecía con las hortalizas que cultivaba en el invernadero y una pequeña granja de anélidos aneja le proveía de carne. Pero tampoco se inmiscuía en sus asuntos ni se quejaba cuando algún cazador intrépido se aventuraba más allá de los pantanos y cobraba sus piezas en las inmediaciones de su propiedad.
El caso es que habían solicitado la ayuda de Vasile, el heptasteornis [2], señor de los siete castillos, para que les librara de él. A cambio, le habían prometido una importante suma y ciertos privilegios. Pero lo que a Vasile realmente le interesaba era la mansión de Vlad, puesto que había tenido que vender uno de sus palacios para pagar unas deudas de juego y no estaba dispuesto a renunciar a su título. El concejo no puso objeciones y el ahora señor de los seis castillos envió a sus saurios bajo el mando de su lugarteniente Dragomir, el temible balaur [3], para que liquidara la cuestión con presteza.
Antes he dicho que no soy presuntuosa, pero todos tenemos nuestro corazoncito. Si una es una asesina temida y respetada allá donde va, no sienta muy bien que venga cualquier mindundi y pretenda arrebatarle la fama así como así. Así que decidí anticiparme a Drago y cobrarme su presa. Podían quedarse el castillo, si así lo deseaban, pero cuando llegaran encontrarían al maniraptor fiambre y tendrían que rendirse ante la evidencia de que había alguien más sanguinario que ellos en Transilvania. Ya digo que era cuestión de principios.
Aquella casita en medio de la nada tenía un encanto que me atrajo inmediatamente. El musgo se había adueñado de sus muros cubriendo hasta la base de las gárgolas que decoraban los vierteaguas, cuyos gestos de terror cobraban de este modo un nuevo y fascinante significado. No había una planta, una cortina con encajes o cualquier otro detalle que hiciera pensar que pudiera estar habitada. El óxido de las rejas de las ventanas les daba un aspecto quebradizo y el orín cubría también el llamador y los remaches de la puerta claveteada de la entrada. Todo en ella era sombrío e invitaba a la depresión. Me resultó irresistible.
Encontré a Vlad en el invernadero, paseando cabizbajo y meditabundo entre los magnolios. El techo estaba completamente cubierto por una gruesa lona que corría al entrar y salir con un ingenioso sistema de correas conectado a la puerta, y la mortecina luz que había en el interior emanaba de unos enormes cirios colocados sobre candelabros de pie situados en los cuatro puntos cardinales, de donde deduje que Vlad el solitario había hecho nuevos amigos tras la defunción de aquella pulga tan glotona.
Confieso que siento cierta admiración –tal vez sea simple envidia- por las abejas. Recién llegadas al mundo de los insectos y ya han conseguido una organización social tan compleja que hace parecer al resto –salvo, tal vez, a las termitas y las hormigas- brutos atávicos. Y no solo eso, su influencia sobre el medio ha cambiado las reglas del juego. Las angiospermas llevan un tiempo entre nosotros, pero su expansión ha sido imparable desde que los antófilos –significa “que aman a las flores”, como también se las conoce- se fijaron en su polen y los bosques se cubren ahora masivamente de ellos, hasta el punto de que muchos saurópodos están viendo peligrar su dieta, incluso aquí, en Haţeg, donde el más grande apenas mide seis metros. De seguir así, incluso veo peligrar mi título de genocida.
- Bună seara –saludé, pues el asesinato no está reñido con la educación.
- ¿Hola? –trató de localizarme, mirando a un lado y a otro.
- Aquí, frente a las lechugas –le ayudé.
- Ah, sí. Ya te veo. Eres un mosquito.
- Una mosquito. Una anofeles, concretamente. Pero no me gusta mucho la etimología. Preferiría que me llamases por mi nombre, Țânțar.
- Entiendo. Incântat, Țânțar. Yo soy Vlad y tampoco me gusta que me llamen “pata lenta”. Además, no es cierto. Me gusta estar en forma. Tengo un pequeño gimnasio en el sótano, ¿sabes?
- Ya lo veo. Tienes buen aspecto.
- Bueno, pues pícame cuando quieras –dijo Vlad, dando por terminadas las presentaciones.
- ¿Cómo? –reconozco que me pilló un poco por sorpresa. Normalmente, mis víctimas no me ven venir y, si lo hacen, desde luego no colaboran.
- ¿Es que no has venido a beberte mi sangre y contagiarme el paludismo?
- Yo… -nunca nadie había sido tan directo conmigo, me costó reaccionar.
- El pueblo está aterrorizado, tus víctimas se cuentan por docenas. Aunque no salgo mucho, ellas me lo cuentan –dijo, señalando a la colmena.
Entonces la vi, colgando entre los árboles. Aparte de la cera, debían proporcionarle miel y jalea suficientes para alimentarle todo el año, aunque la cosecha de verdura se le arruinara y se le murieran todos los gusanos. Curiosamente, las abejas no nos prestaban gran atención. Parecían concentradas hasta tal punto cada una en su labor, yendo y viendo a las flores, criando a las pupas o limpiando y reparando las celdas, que no les importase lo más mínimo lo que sucediera a su alrededor. De pronto, aquellos insectos cubiertos de pelos plumosos me parecieron menos inteligentes. Sólo eran mano de obra sumisa, explotadas por la reina, la auténtica heroína de la especie. Me la imaginé retozando en su harén de zánganos, con tangas de pétalos teñidos de rojo con carmín de cochinilla… A ésa sí me gustaría conocerla –pensé.
- ¿Y vas a aceptar tu suerte así, sin más? ¿Es que no vas a defenderte? –le pregunté.
- Si no eres tú, serán ellos. Sé que viene un ejército hacia aquí para matarme y despojarme de mi castillo –volvió a señalar a la colmena- Al menos, tú solo buscas alimento que te dé energía suficiente para producir tus huevos. Es una cuestión de supervivencia.
No tengo palabras para describir la espontánea simpatía que Vlad despertó en mí. Sentía como si le conociera de toda la vida. Como si fuéramos dos viejos amigos en el ocaso de la existencia compartiendo recuerdos de otros tiempos, cuando a las cosas se las llamaba por su nombre y nadie se preocupaba por elegir términos políticamente correctos.
- Yo… La verdad es que ahora no tengo tan claro que quiera picarte, Vlad. Transilvania está llena de víctimas potenciales. Aún tengo fuerzas para llegar al siguiente pueblo, solo está a cinco o seis kilómetros.
- ¿Has cambiado de opinión solo porque hemos charlado un rato? Tal vez, si lo hicieras con el resto de tus víctimas, en todas podrías encontrar algún motivo para desecharlas…
- Seguramente por eso no lo hago. Pero a ti ya te conozco. No puedo cambiar los hechos
- Pero entonces será ese mercenario de Drago quien acabe conmigo. Cortará mi cabeza y la clavará en una estaca para presumir de su hazaña en el pueblo. Y luego vendrá el miserable de Vasile a sentarse en mi sillón y libará mi jalea real después de profanar todos los panales y pisotear mis magnolias… Tal vez esto último sea inevitable pero, por favor, al menos no permitas que sea un balaur sin seso el que termine con mi vida. Pícame y permite que muera en paz.
- Escucha, Vlad. Me has caído bien, de verdad. Me gustaría acceder a tus deseos, pero no es tan sencillo como crees. Aunque te picara, la enfermedad tiene un periodo de incubación, ¿sabes? Drago podría acabar contigo del mismo modo.
- Sí, tienes razón. No debería tomarlo tan a pecho. Si no fuera él, los del pueblo enviarían a otro. La gente no acepta a quien es diferente. Solo me dejarán en paz cuando esté muerto…
- ¡Claro, eso es!
- Lo que te decía, pícame y acabemos cuanto antes.
- No, no es eso. Se me ha ocurrido una idea. Es algo extravagante pero, si sale bien, tal vez acabemos con este asunto para el resto.
Terminamos los preparativos justo cuando las abejas nos avisaron de que el enemigo había llegado a las inmediaciones de la mansión. Todavía algo desconcertada por el descubrimiento de mi nueva faceta filosauria, me escondí en el cubículo que habíamos dispuesto para ello y traté de descansar un poco, pese al vacío que comenzaba a sentir en el abdomen. Pronto tendría ocasión de reponer energías.
Cuando el balaur tomó el llamador de la puerta, se dio cuenta de que ésta estaba entreabierta. Al empujarla, chirrió sobre sus goznes oxidados como un azdárquido en celo, y algunos de los celurosaurios que acompañaban a Dragomir se estremecieron y dudaron a la hora de traspasar el umbral.
- ¿Qué sucede?
- No sé, Drago. Hay algo en esta mansión que no me gusta… -dijo Iancu, el elopteryx [4], al que el realismo atormentado de las gárgolas había causado cierta aprensión.
- Nu spune lucruri stupide, ¡vamos, no hemos venido hasta aquí para darnos la vuelta por una curva puerta que hace un poco de ruido!
Los invasores buscaron a Vlad de un modo bastante torpe, sin resultados, hasta que a Mihail, un siniestro troodóntido tuerto que llevaba un parche en el ojo, dio con el rastro que le habíamos dejado y regresó junto a su jefe a contárselo.
- Lo encontré, Drago. Está abajo, en una cripta que hay en el sótano.
Insistiendo en mi total ausencia de falsa modestia, reconozco que el resultado de nuestro trabajo era espectacular. Habíamos retirado el plinto y la bicicleta estática de Vlad y habíamos arrastrado el sarcófago centenario que albergaba los restos de su tatarabuelo, al que reubicamos provisionalmente en un hoyo en el patio. Vlad se tumbó dentro del ataúd y cubrimos su cuerpo de gusanos. Después, le adherimos las plumas al cuerpo con cera y tiznamos sus párparos con hollín para darle un aspecto más demacrado y mórbido.
- ¡Qué peste! Cierra eso, anda –la reciente presencia del tatarabuelo aún era notoria- Bueno, pues ya no hay más que hacer aquí –sentenció el balaur.
- ¡Drago! Tienes que ver esto –requirió su atención Iancu desde el piso superior.
Cuando los invasores subieron, el elopteryx les condujo hasta el comedor, donde habíamos dejado dispuesto un banquete digno de un rey. Rollitos de miriápodos envueltos en helechos, panachés de verdura, larvas salteadas regadas con miel, revuelto de hongos de temporada… y por supuesto, vino y licores en abundancia. Vlad se mostró algo reacio a vaciar su despensa al principio, pero cuando le expliqué los detalles comprendió que era la mejor opción.
Cualquiera con dos centímetros de frente se habría mostrado escéptico ante aquella cálida acogida, pero los asaltantes no eran más que mercenarios cansados por la excursión y hambrientos como arcovenatores tras una semana de dieta. El más susceptible, el propio Iancu, había sucumbido al poco de hacer el descubrimiento, deslumbrado por la prodigalidad de los manjares, y ya tenía preparada una explicación, aunque nadie se la había pedido ni tenía el mínimo interés en conocer.
- Seguro que la palmó antes de poder avisar a sus comensales de que les había preparado este banquete –lo que era a todas luces insostenible, dado el avanzado estado de descomposición que habíamos simulado en el supuesto cadáver de Vlad.
- Pues es una pena que se estropee –dijo Mihail, lanzándose en picado por un rollito.
La fiesta duró un par de horas, lo que tardó en caer la tarde. Ahítos y ebrios, los soldados concluyeron que lo mejor era pasar allí la noche y regresar al pueblo por la mañana. Al poco, todos roncaban despreocupados en torno a la mesa. Había llegado mi turno.
Aunque procuré controlarme y chupar lo mínimo de cada víctima, tras picar al tercero tenía el abdomen a reventar. Vomité y continué con la tarea hasta que no pude más y me retiré como pude a mi escondite. Estaban tan borrachos que ninguno se enteró de mi ataque. Los picores se hicieron sentir cuando se fueron disipando los efluvios del alcohol, al amanecer. Alguno se rascaba con tanta saña que acabó medio desplumado.
- Voy a cortale la cabeza a nuestro anfitrión de recuerdo y nos vamos de aquí. A ver si en el pueblo nos pueden poner un emplasto que nos calme un poco –dijo Drago.
Como se habrán imaginado, cuando bajó a la cripta se encontró el sarcófago vacío. Para dar un poco más de dramatismo, me permití el lujo de verter algunas gotas de sangre por el suelo, en dirección a las escaleras. Iancu sacó conclusiones inmediatamente.
- Es un muerto viviente. Nos ha cebado para chuparnos la sangre.
- ¿Qué demonios estás diciendo? Eso no tiene sentido –vociferó nervioso el balaur.
- Entonces, ¿cómo explicas esto?
- Yo… no sé… -Drago estaba desconcertado- ¡Buscad a ese dracului pajarraco! Tiene que estar en alguna parte –acabó reaccionando.
Los soldados se miraron, indecisos. Drago volvió a gritar y acabó venciendo las reticencias de sus subordinados, que sabían cómo se las gastaba. Tras un par de horas y agobiados por los picores, desistieron de su búsqueda. Sin embargo, el capitán no estaba dispuesto a admitir su derrota.
- Blestem. No podemos ir al pueblo así. Mejor volvamos a Seiscastillos y, cuando nos curen las heridas, regresaremos con refuerzos.
Y regresaron, efectivamente. Dos semanas más tarde, cerca de treinta soldados llegaron ante las puertas de la mansión de Vlad. Ya contábamos con ello, aunque la verdad es que les esperábamos algo antes. Eso habría supuesto nuestro fracaso. Tuvimos suerte, no había plan B.
El parásito del pantano, el plasmodium, había comenzado a hacer estragos en nuestros viejos conocidos, que apenas podían caminar, sudorosos y con los ojos vidriosos, bajo los efectos de la fiebre. El propio Drago se adelantó en un alarde de determinación hasta la puerta para empujarla como hiciera en el pasado, para franquear la entrada a sus saurios. Pero apenas llegó a tocar el llamador, cayó fulminado al suelo, gimiendo entre retortijones. La visión de su jefe doblegado por la malaria caló hondo en sus compañeros infectados, que abandonaron las pocas energías que les quedaban para luchar contra la enfermedad y se desplomaron también sobre la arena. El resto de la comitiva no necesitó más explicaciones y se batió en retirada sin orden ni concierto, dejando a sus compañeros agonizando.
Pronto se extendió la leyenda de que en el oscuro castillo más allá de los pantanos vívía un temible bradycneme draculae (que significa “diablo”) que chupaba la sangre a quien osara acercarse a sus dominios hasta provocarles la muerte. Así que nadie volvió a molestar a Vlad, que vivió en paz el resto de sus días, dedicado a la horticultura y la apicultura.
En cuanto a mí, pude sentar la cabeza y establecerme por fin. Inundé cada rincón de la mansión con mis huevos y aleccioné a mis hijas para que mantuvieran viva la leyenda, atacando a quien se acercara. Y llegué a conocer a la abeja reina, menuda pécora. Pero ya les hablaré de ella en otra ocasión.
CHARLIE CHARMER
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[1] Maniraptor del tamaño de un pavo, representado por una única especie: el Bradycneme draculae.
[2] Alvarezsáurido de un metro cuyo nombre significa, precisamente, “pájaro de los siete castillos”.
[3] Ave primitiva (para otros, dromeosáurido) de dos metros bautizado con el nombre de una especie de dragón de la mitología rumana.
[4] Pequeño troodóntido rumano cuyo nombre significa “ala del pantano”.