Mostrando entradas con la etiqueta Relatos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Relatos. Mostrar todas las entradas
viernes, 9 de mayo de 2025
Aunque hasta hoy se ha tratado de una mera fantasía del ser humano, las actuales investigaciones en óptica parecen apuntar que la invisibilidad puede ser una realidad en breve (Feng et al. 2016, Wang y Li, 2025). En la ficción es
un recurso que ha dado juego desde muy antiguo. Algunos seres fantásticos de la mitología popular se vuelven invisibles a voluntad, como los duendes o los dragones chinos, el antecedente más cercano a los dinosaurios, tanto por similitud física como por etimología ya que, como hemos aprendido en nuestros cursos de verano, el mismo carácter chino (龙 lóng) se usa tanto para “dragón” como para “dinosaurio”.
"Saur Winners"
Pero cuando los hombres consiguen conquistarla, suele ser a través de algún artificio, como el casco mágico Tarnhelm de Alberich en El oro del Rin (Richard Wagner, 1869), la fórmula de El hombre invisible (H. G. Wells, 1897), el anillo único de El señor de los anillos (J. R. R. Tolkien, 1954) o la exposición a los rayos cósmicos que convierte a Sue Storm en la Mujer Invisible (Fantastic
Four #1, Stan Lee/Jack Kirby, 1961)... Por cierto, en “Saur Winners” (Fantastic Four #12, 2023) Ryan North e Iban Coello nos
presentan la version ceratópsida de Sue, la Triceratops Invisible.
El guionista de cómics Otto Binder comenzó escribiendo relatos pulp como Land of the Shadow Dragons (Fantastic Adventures Vol.3 nº3, mayo de 1941), con un supuesto dragón invisible, que parece hacer referencia al mito chino clásico. Pero un científico aclara que, en realidad, se trata de un dinosaurio, descendiente del fiero Tyrannosaurus rex: "Not dragons—dinosaurs," smiled the biologist. "A species of them closely related to the extinct Tyrannosaurus rex fiercest of them all. The dinosaurs died out, millions of years ago, in competition with rising mammalian life. But this invisible species had just enough edge to survive, though it has narrowed down to this lone valley."
En “The Invisible Dinosaur” (Strange Adventures #133, 1961), Gardner Fox/Murphy Anderson) presentaron a un terópodo extraterrestre capaz no sólo de volverse invisible sino también de comunicarse en perfecto inglés para explicar al protagonista que, durante el Mesozoico, una nave espacial llegó a la Tierra y se llevó cientos de dinosaurios de souvenir al planeta Pamonia, donde evolucionaron hasta volverse muy inteligentes pero fueron esclavizados por los pamonios. Al parecer, regresar a casa les hace volverse invisibles, pero continúan teniendo conciencia de clase y nuestro dino trata de ayudar a escapar al humano que, “en agradecimiento”, le dispara con un bazooka a los pies para que los pamonios que lo cabalgan se peguen la gran morrada...
Lejos de suponer un handicap, esto de la invisibilidad ofrece muchas posibilidades a los creadores. Por ejemplo, cuando aún no había programas informáticos asequibles que facilitaran la generación de efectos especiales y las grandes compañías de Hollywood se dejaban los millones en stop-motion, algún cineasta en latitudes más humildes encontró en ella un filón para hacer una película con dinosaurios que, de otro modo, habría resultado prohibitiva. Este fue el caso del español José Antonio Nieves Conde, que en 1966 dirigió el largometraje El sonido de la muerte (The Sound of Horror en el área angloparlante), con un dinosaurio invisible con efectos de Manuel Baquero y banda sonora nada menos que de Luis de Pablos. El reparto incluía a actores tan famosos como Arturo Fernández, José Bódalo o Lola Gaos, que forman un grupo de exploradores que se adentra en una caverna donde encuentran dos huevos de tiempos remotos, uno de los cuales eclosiona, surgiendo una criatura invisible que lanza unos gritos aterradores. Entonces, se refugian en una casa cercana, donde serán víctimas del acoso del animal.
Aunque hoy estos subterfugios no son necesarios, el cineasta norteamericano especialista en serie “Z” Mike Hermosa se ha animado a ahorrarse el mínimo esfuerzo para crear The Invisible Raptor (2023). Convertida en una de las obras de culto del cutrecine contemporáneo, narra cómo un paleontólogo que trabaja para un parque de atracciones y un guardia de seguridad intentarán impedir que un manirraptor invisible cause estragos en la localidad.
Aunque, sinceramente, no sé qué tiene de especial un dinosaurio invisible. Sin ir más lejos, en nuestra última charla sobre dinos y cultura popular compartimos mesa con uno y nadie pareció sorprenderse gran cosa. Es verdad que, además de invisible, es mudo, lo que pudo contribuir bastante a que pasara inadvertido. Pero sí sabe escribir, tal y como muestra el relato autobiográfico que nos ha mandado y que publicamos debajo:
Conferencia en el Museo de Ciencias Naturales de la Universidad de Zaragoza. De izquierda a derecha: Iván Narváez, Fermín (Concavenator invisibilis) y Charlie Charmer
PARA LO QUE HAY QUE VER...
(memorias de un superviviente del Apocalipsis)
Me dijeron que esto iba de colofón tras una chapa sobre dinosaurios poco convencionales. No sé lo que te habrán contado, pero a mí no me mires, yo no tengo la culpa. Bueno, de hecho puedes mirarme que te va a dar igual, porque no me vas a ver. Esa es precisamente la cuestión: soy invisible. No, no te hablo de ningún estigma social ni de complejos anclados en el subconsciente, soy físicamente invisible.
Por alguna razón que se me escapa, la gente cree que esto es una ventaja. Al parecer, colarse en los probadores del sexo contrario o en reuniones secretas, pasar junto a los acreedores sin tener que salir corriendo o, simplemente, cometer un inocente asesinato sin preocuparte por los posibles testigos tiene un encanto incontestable, pero te aseguro que todo esto carece de sentido si perteneces a otra especie y a otro tiempo.
Disculpa, que no me he molestado ni en presentarme, aunque a los efectos te va a dar igual porque no me vas a reconocer la próxima vez que nos veamos. Perdón, quería decir que me tengas delante. Me llamo Fermín y soy
un Concavenator invisibilis. Vale, tenía que tocarme uno que sabe paleontología... Ya, ya sé que la única especie de Concavenator descrita a día de hoy es C. corcovatus, pero eso sólo se debe a
que no habéis encontrado otros restos fósiles. A veces, cuando desconocéis algo, pensáis que no existe. Vamos a ver, hay dos motivos fundamentales por los que vuestro registro no incluye huesos de C.
invisibilis, siendo mucho más abundante que C. corcovatus.
El primero es que C. invisibilis tiene una longevidad superior a vuestra escala de tiempo conocida. No, no he dicho nada de eternidad. Ese concepto es una entelequia que habéis creado para escapar de vuestro miedo a la muerte. Como si la infinitud no fuera más aterradora (mira, en eso los budistas son algo más razonables, aunque también tienen su tostada mental...). Bueno, no me distraigas, que no me centro. La cuestión es que
una exposición a elevadas dosis de radiación del iridio como la que desprendió el asteroide de Chicxulub combinada con el consumo de ciertas setas ya extintas que crecían en el Mesozoico en el entorno de Las Hoyas puede provocar una mutación –te pasas el día leyendo tebeos que te cuentan milongas parecidas, así que no me vengas con remilgos– que transforma a pacíficos alosauroides como yo en criaturas extremadamente longevas e invisibles. Sí, por una vez te he visto rápido: ese es el segundo motivo. De modo que no habéis encontrado fósiles de C. invisibilis porque aún no ha cascado ninguno que yo conozca y, aunque lo hiciéramos y nuestros restos llegaran a fosilizar, serían invisibles. Bueno, si todos estos motivos científicos no te convencen, cómprate el Nature y créete todas las majaderías que publican. Es que no puedo con los negacionistas, oyes...
Vale, vale, vamos a llevarnos bien. En definitiva, yo tengo cierta necesidad de expresarme, ya que llevo millones de años sin hablar con nadie (aparte de congéneres, pero cuando pasas tanto tiempo con alguien ya te lo has contado todo varias veces y resulta bastante aburrido) y tú quieres seguir leyendo mi relato porque te ha intrigado saber que puedan existir seres que no ves a tu alrededor (y sin embargo, vuestros best sellers religiosos están plagados de ellos) o tienes curiosidad por saber cómo hago para depilarme el plumón si no me reflejo en los espejos. Zanjemos esta última cuestión rápidamente: no lo hago. Cierto, a la larga esto te debe dar el aspecto de una gran bola de peluche pero, ¿sabes qué? ¡nadie se va a dar cuenta! Sin embargo, en mi condición la higiene se transforma en una cuestión fundamental, ¿te puedes hacer una idea de lo desagradable que es pasar junto a alguien que no puede verte y te detecta por el olor? La vergüenza es doble, efectivamente. El otro día descubrí que tenía unas arrugas en el cuello y pensé que me estaba haciendo viejo... ¡qué va, estoy
en plena adolescencia! Es que creo que, de tanto ducharme, están empezando a salirme agallas.
Bueno, supongo que estas cuestiones tan domésticas sólo os interesan a los más pervertidos, así que voy a tratar de ser algo más generalista, ya que los chicos de Koprolitos me han dado la oportunidad de dar a conocer un poco a mi especie. El principal problema que surgió tras la mutación fue que no afectó a ningún otro dinosaurio de nuestro entorno. Se ve que no les gustaban los hongos o quizá nosotros teníamos algún tipo de predisposición genética… No te sabría decir por qué, pero fue así. En cuanto entramos en el Cenozoico, empecé a echar de menos las chuletas de Pelecanimimus de un modo que llegó a convertirse en obsesivo. No te ofendas, pero la carne de mamífero desmerece bastante al lado de la de cualquier dinosaurio y donde esté un buen filete de ornitomímido que se quiten esas guarrerías que coméis vosotros, como los chuletones de wagyu o el jamón de bellota. Afortunadamente, los terópodos avianos sobrevivieron al evento de extinción finicretácico (ahora ya sabes porque nunca hay restos de pollo en los contenedores del KFC). En otro caso, creo que habría optado por el suicidio.
¿Ves? Ahí sí que encuentro cierta ventaja a ser invisible. Como la mayoría de las aves vuelan, es el mejor modo de acercarte a ellas, sartén en mano, sin que sospechen. Lo malo es que te haces cómodo, ya que la caza no requiere de las carreras, fintas y brincos que antes le eran inherentes, así que los músculos se van relajando y acaban atrofiándose. Al final, todos tenemos michelines y nos cuelgan las lorzas de un modo escandaloso. De nuevo, la invisibilidad viene a compensar la situación, en tanto nadie puede apreciar nuestro desastroso estado. Ojos que no ven, corazón que no siente y estómago que lo disfruta.
En cuanto a nuestra relación con vosotros, bueno, nunca hemos interactuado mucho. Nuestros intereses no suelen converger. No obstante, hemos acabado por apreciar algunas de vuestras ocurrencias. Por ejemplo, me apasiona uno
de vuestros últimos inventos, la inteligencia artificial. Me vas a tener que perdonar otra vez pero, ¿a qué otro animal se le puede ocurrir crear algo para que piense por él? Es que te tienes que reír con los Homo, más bestias y no nacéis, joder... jajajaja... Perdona, perdona, es que no me puedo contener… En fin, te lo digo en serio, me encanta la I.A. Le he descubierto una utilidad insospechada. Resulta que si le cuentas muchas veces
algo, se lo acaba creyendo. Y esto es de lo más útil. Supongo que debido a todos estos años conviviendo junto a vosotros, me había surgido el deseo de dejar testimonio de mi paso por este mundo, como hacéis a menudo. Así que he empezado a dictarle mis memorias. No me toma muy en serio, porque no le encaja con el resto de las historias que le habéis ido inculcando, pero no me preocupa, porque si algo tengo de mi parte es tiempo. Yo creo que en unas cuantas décadas o, todo lo más, siglos, le habré convencido de que mi especie es tan real como la vuestra. Además, hay algunos episodios acontecidos a lo largo de estos millones de años de los que no me siento especialmente orgulloso, así que he decidido omitirlos e introducir otros inventados que quedarán mucho mejor y ayudarán positivamente a que se me recuerde y venere como merezco. Por cierto, como os creéis el ombligo del mundo, vosotros solitos nos habéis cubierto el expediente más de una vez: la extinción del ave del terror o el dodo no fue cosa vuestra, pero bueno, ya os contaré esa historia otro día...
En fin, veo tu cara de circunstancias y me parece advertir cierto rictus de incredulidad. De verdad que sois increíbles, tienes un testimonio de primera mano de la supervivencia de dinosaurios no avianos ante ti y no eres
capaz de apreciarlo... ¡te lo estoy contando en persona y todavía dudas! ¿A quién vas a creer, a mí o a tus ojos?
CHARLIE CHARMER
martes, 15 de noviembre de 2022
La máquina del tiempo (Charlie Charmer)
Llegamos al pantano cuando los primeros rayos del sol se filtraban ya entre las hojas de los árboles, tejiendo una maraña luminosa que, a medida que descendía entre las lianas, iba pintando con todos los colores del arco iris la selva y las infinitas bestias que la poblaban. Ya había escuchado a algunas aullar a la noche mientras avanzaba por las trochas ocultas en la oscuridad que Tutu conocía como las líneas de la palma de su mano y por las que yo me habría extraviado a plena luz del día. Y ahora me sorprendía al ver que, algunas que en mi imaginación habían tomado formas siniestras y amenazantes, no eran más que inofensivas aves o pequeños simios, poco más grandes que un puño.
De pronto, me sentí como un invasor que hubiera llegado a profanar tierra sagrada. Sin embargo, cuanto me rodeaba pertenecía a los dominios del rey Leopoldo. Aunque la hierba no crece tan alta en Etterbeek, estaba en casa.
Mientras Tutu se perdía entre la maleza, lanza en ristre, a la caza del almuerzo, me dispuse a explorar el terreno en busca de la mejor ubicación para el trípode. Por recomendación de mi guía, evité aproximarme demasiado a la orilla, donde podía ser presa fácil de los cocodrilos. Con todo, no pude escapar del principal depredador del lugar y, a la media hora, ya estaba lleno de picaduras de mosquitos. Para ser belgas, aquellos insectos mordían como perros rabiosos y, en cuanto al tamaño, puedo asegurar que superaban a las palomas que los jubilados se empeñaban en cebar en los suburbios de Bruselas.
Coloqué la cámara, abrí el obturador y ajusté la distancia enfocando al centro del pantano, donde batracios e insectos habían entablado una competición por ver quién era capaz de producir un ruido más ensordecedor y, de vez en cuando, el limo se elevaba sobre prominentes ondas que presagiaban la inminente aparición del monstruo, aunque finalmente todo quedaba en nada. Recordé al cazador mutilado por un cocodrilo de la aldea de Tutu y decidí alejar el trípode de la orilla otro par de metros.
- Ngungi furioso esta mañana –dijo Tutu al regresar, observando mis extremidades llenas de picaduras. No pude evitar sentirme como una víctima propiciatoria que hubiera sido conducida hasta allí para ser sacrificada a Ngungi, el dios mosquito.
Tutu encajó entre dos ramas la lanza para que el erizo que había cazado terminara de desangrarse y se acercó a la orilla, donde se agachó a tomar un puñado de barro que me aplicó a los habones, calmando el prurito en cuestión de minutos. Me costaba asimilar que aquella criatura llena de espinas fuera a ser mi menú de aquel día, además de parecerme algo escaso para dos personas, si bien, por su tamaño, era de prever que el bambenga no necesitara una ración muy grande. Además, es sabido que las tribus pigmeas sólo cazan lo estrictamente necesario para sobrevivir, por estrafalario que nos pueda resultar en el mundo civilizado. En todo caso, mis temores resultaron infundados ya que, en cuanto acabó de emplastecer mis picaduras, tomó un pequeño cesto que había traído consigo y volvió a internarse en el bosque, de donde regresaría al poco con una variada selección de frutos que complementaron nuestra dieta a la perfección.
Realicé una última comprobación y cerré un poco el diafragma tratando de optimizar la creciente luminosidad de la mañana tropical. Después, introduje la primera placa en la cámara y retiré la lámina protectora. Si la bestia tenía a bien hacer acto de presencia aquella jornada, ya no se me iba a escapar.
Tutu no la había visto, pero sí un familiar suyo, y aseguraba que era grande como un hipopótamo y tenía el cuello largo y un enorme cuerno… A mí, sinceramente, todo aquello del Mokèlé Mbèmbé, “el que detiene los ríos”, me sonaba a chufla, como el pterodáctilo de Culmont o el plesiosaurio de Onelli, pero el señor Wallez me había encargado retratar al “comehipopótamos” de Hagenbeck y... ¿quién era yo para contradecir a la mano que me daba de comer?
El director del Tierpark de Hamburgo era un apasionado de los monstruos antediluvianos. No había más que ver las estatuas con las que Josef Pallemberg había “completado” su parque zoológico. A Hagenbeck le habría encantado exhibir Diplodocus vivos pero, si las criaturas extintas tenían un característica común, era precisamente ésa: que habían desaparecido de la faz de la Tierra. Sin embargo, Wallez conocía a un explorador que acababa de regresar del Congo llevando, junto a ingentes cantidades de marfil, el testimonio del primo de Tutu. Tal vez, el Mokèlé Mbèmbé no estaba tan extinto, después de todo. Sea como fuere, lo único que salió del pantano aquella mañana fue una pequeña cría de cocodrilo al que Tutu espantó dándole un golpe en el hocico con un palo.
La tarde transcurrió con la misma monotonía. Sentado en una piedra, observaba la superficie del agua en busca de cualquier alteración. Debíamos guardar silencio absoluto, para que el monstruo no detectase nuestra presencia, por lo que los minutos se hacían interminables. De vez en cuando, me levantaba y rectificaba la posición del diafragma o buscaba otro enfoque estirando o encogiendo el fuelle. Al cabo de unas horas, me dolía prácticamente cada músculo del cuerpo, por no hablar de las picaduras. Cuando comenzó a caer la tarde, recogimos el material y emprendimos el camino de regreso a la aldea.
Al día siguiente, seguimos la misma rutina. La única diferencia fue que la cría de cocodrilo ya no se atrevió a asomar, seguramente aún convaleciente por el estacazo de la víspera. Al llegar la noche, las cervicales me mataban y podía sentir cada articulación de mi triste cuerpo pidiendo auxilio. Tantas horas inmóvil y mirando a través del objetivo terminarían por hacer mella en mi estado general de salud.
Aquella noche me fue bastante más difícil que la anterior conciliar el sueño en mi mongulu, que es como llaman los bambenga a un cúmulo de ramas superpuestas bajo las que se cobijan de los rigores de la intemperie. Aunque ya me había acostumbrado a los chillidos de las diferentes especies de aves nocturnas y al ruido que producían los depredadores al moverse entre la vegetación, viendo que toda la tribu dormía a pierna suelta sin la menor preocupación, seguía dándole vueltas a una reflexión que me tenía algo trastornado desde que aquel pequeño cocodrilo me hizo saltar de mi asiento o, quizá, aún antes.
Si, tal como sospechaba, el Mokèlé Mbèmbé no estaba por la labor de ser retratado, podían pasar días e incluso semanas hasta que el señor Wallez diera la empresa por finiquitada. En su sillón de la redacción del periódico en Bruselas no sentía el frío en los riñones ni se veía obligado a rascarse la cabeza o el cuello constantemente, al creer notar el contacto de alguna alimaña.
- Y si veo que no aparece… ¿Cuándo me vuelvo, señor?
- Aparecerá, Totor. Descuida que aparecerá y Le Vingtième Siècle mostrará al mundo entero su imagen. Serás recordado como el reportero que cazó al primer dinosaurio vivo... ¡Estás a punto de hacer historia!
No, Wallez no estaba dispuesto a rendirse. Me dejaría allí tirado hasta que mi Zeiss Ikon Sirene capturase a un animal prehistórico... Tal vez mi cámara fuera el orgullo de la tecnología alemana, ¡pero mi jefe quería transformarla en una máquina del tiempo! Claro que también era posible que se olvidara incluso de que me había mandado al fin del mundo y tuviera que ponerme un taparrabos y salir de caza cada mañana para sobrevivir… El agotamiento terminó por anular mi consciencia mientras lamentaba mi desdicha.
La siguiente mañana, cuando llegamos al pantano, a tiempo de ver cómo el sol iba revelando poco a poco aquella estampa que ya me era conocida, como si saliera de un gigantesco cuarto oscuro, me dirigí a mi acompañante:
- Tutu, puedes marcharte al poblado y volver cuando caiga el sol, he traído algunas provisiones en el macuto. Seguro que allí haces más falta que aquí.
- Pero, ¿Y si vuelve Mongoma?
- No te preocupes, le daré con este palo en el hocico, como tú.
Tutu me miró poco convencido. Tampoco yo lo estaba. Lo más probable era que fallara el golpe y el cocodrilo se enfureciese aún más... Pero siempre podía salir corriendo y ya volvería por la cámara cuando pasase el peligro. Debía correr ese riesgo.
- ¿Seguro que no quiere que me quede, nkolo?
- Ve sin cuidado. Nos vemos al atardecer, Tutu.
En cuanto le vi desaparecer entre el follaje, me puse manos a la obra. Recogí todo el barro que pude de la orilla y lo fui depositando sobre un pequeño claro oculto tras los cañaverales, una vez hube comprobado que no escondía también alguna fiera que pudiese comprometer mi labor. En cuestión de poco más de dos horas había erigido una escultura digna del más inspirado Pallemberg. Naturalmente, mi experiencia como artista era bastante más limitada, por no decir nula, y mis conocimientos paleontológicos tal vez no fuesen tan avezados. Pero la figura que se erigía ante mí podía corresponder sin muchas dudas a la imagen que el común de la gente tiene de estas criaturas, así que pasé un buen rato admirándola y felicitándome por mi competencia como estafador. Tal vez –llegué a pensar-, me había equivocado de oficio y debía reconducir mi carrera a partir de ese momento hacia las artes.
Algo removió el cieno del pantano, a pocos metros de mi ópera prima, así que decidí que lo mejor era inmortalizarla lo antes posible, por lo que pudiera pasar. Volví junto a la cámara, realicé los ajustes oportunos y disparé. Por si acaso, impresioné otras tres placas, desde diferentes ángulos y enfoques, no fuera cosa de que el resultado no resultara lo convincente que deseaba. Cuando consideré que ya tenía el material que buscaba, destruí mi estatua con todo el dolor de mi corazón y la contundencia de la estaca que hasta entonces había reservado al lastimado cocodrilo, que no volvió a asomar el morro temeroso de que Tutu siguiera por allí.
Pasé el resto de la jornada dando forma a la noticia en mi cuaderno, buscando la redacción más verosímil posible, aunque en todas las ocasiones acababa indefectiblemente echándome a reír. Apenas faltaba media hora para el atardecer, cuando un rugido me heló la sangre en las venas. Busqué instintivamente con la mirada a Tutu, que seguramente sabría qué hacer en aquellas circunstancias y, al no encontrarlo, otro instinto me envió de un salto al árbol más cercano, que trepé hasta encaramarme a una rama que se elevaba unos cuatro metros sobre el suelo, donde me atrincheré, rodeándola con brazos y piernas como el que se agarra a un tronco que flota en la corriente.
El león se acercó sin prisa, disfrutando de la situación. Se paró justo debajo de mi rama y levantó la cabeza, volviendo a rugir sin mucho convencimiento, casi se diría que por compromiso. A pesar de la distancia, noté como se humedecían mis pantalones y cerré los ojos en un intento desesperado de escapar de aquella escena de muerte y desolación. Cuando los volví a abrir, vi al félido jugando con el trípode, como un gato con un ovillo de lana, y la cámara yacía a poca distancia, completamente descoyuntada. Mi Zeiss Ikon Sirene parecía un acordeón aplastado. Lloré como el que pierde a su primer amor.
Sentí que mis miembros no me respondían e iba a desplomarme. Si la altura no me mataba, me despedazaría el león. Estos pensamientos fueron más de lo que pude soportar y noté que me desmayaba… hasta que oí su voz, que resonó como si un ángel vengador hubiera descendido de los cielos para expulsar con su flamígera espada a los demonios.
- ¡Nkosi! ¡Bima awa! ¡Bima awa!
Ignoro si los leones entienden el lingala o fue la expresión no verbal del pigmeo, agitando la lanza como si estuviera a punto de arrojarla. Sea como fuere, el argumento le convenció y, toda vez que el objeto de su deseo yacía partido en pedazos y ya no le servía para nada, abandonó la escena tal como había llegado.
Cuando conseguí recuperar algo de entereza, descendí del árbol, labor que me llevó más de diez minutos en los que no cesé de preguntarme cómo demonios había conseguido subir hasta allí. Lamentablemente, todo el material fotográfico se había echado a perder y, con él, mi debut como falsificador...
Parece que Wallez, finalmente, tampoco estaba dispuesto a dejarme en el Congo de por vida y pronto me llegaron noticias suyas reclamando mi regreso. No era tanto mi integridad lo que le preocupaba, sino las miserables dietas que me pagaba y que se había quedado sin nadie que cubriera las inminentes primeras elecciones democráticas de la II República Española, donde tenía esperanzas de que triunfaran los conservadores y acabaran impulsando el regreso de la monarquía.
De todos era conocida la admiración de Wallez por Mussolini, lo que a la larga me acabó decidiendo a buscar trabajo en otro sitio, concretamente en el Reino Unido, gracias a la mediación de un corresponsal del Daily Mail que conocí precisamente en Madrid.
Pero algo debía estarme predestinado y, cuando un par de años después (tras el estreno de King Kong), una pareja de turistas aseguró haber visto a un monstruo prehistórico en un lago de Escocia, el fotógrafo elegido para desplazarse hasta la zona cero fui yo. En aquella ocasión, partí de la experiencia previa y me compliqué bastante menos la vida. Toda la prensa se hizo eco del primer viaje de la máquina del tiempo.
De pronto, me sentí como un invasor que hubiera llegado a profanar tierra sagrada. Sin embargo, cuanto me rodeaba pertenecía a los dominios del rey Leopoldo. Aunque la hierba no crece tan alta en Etterbeek, estaba en casa.
Mientras Tutu se perdía entre la maleza, lanza en ristre, a la caza del almuerzo, me dispuse a explorar el terreno en busca de la mejor ubicación para el trípode. Por recomendación de mi guía, evité aproximarme demasiado a la orilla, donde podía ser presa fácil de los cocodrilos. Con todo, no pude escapar del principal depredador del lugar y, a la media hora, ya estaba lleno de picaduras de mosquitos. Para ser belgas, aquellos insectos mordían como perros rabiosos y, en cuanto al tamaño, puedo asegurar que superaban a las palomas que los jubilados se empeñaban en cebar en los suburbios de Bruselas.
Coloqué la cámara, abrí el obturador y ajusté la distancia enfocando al centro del pantano, donde batracios e insectos habían entablado una competición por ver quién era capaz de producir un ruido más ensordecedor y, de vez en cuando, el limo se elevaba sobre prominentes ondas que presagiaban la inminente aparición del monstruo, aunque finalmente todo quedaba en nada. Recordé al cazador mutilado por un cocodrilo de la aldea de Tutu y decidí alejar el trípode de la orilla otro par de metros.
- Ngungi furioso esta mañana –dijo Tutu al regresar, observando mis extremidades llenas de picaduras. No pude evitar sentirme como una víctima propiciatoria que hubiera sido conducida hasta allí para ser sacrificada a Ngungi, el dios mosquito.
Tutu encajó entre dos ramas la lanza para que el erizo que había cazado terminara de desangrarse y se acercó a la orilla, donde se agachó a tomar un puñado de barro que me aplicó a los habones, calmando el prurito en cuestión de minutos. Me costaba asimilar que aquella criatura llena de espinas fuera a ser mi menú de aquel día, además de parecerme algo escaso para dos personas, si bien, por su tamaño, era de prever que el bambenga no necesitara una ración muy grande. Además, es sabido que las tribus pigmeas sólo cazan lo estrictamente necesario para sobrevivir, por estrafalario que nos pueda resultar en el mundo civilizado. En todo caso, mis temores resultaron infundados ya que, en cuanto acabó de emplastecer mis picaduras, tomó un pequeño cesto que había traído consigo y volvió a internarse en el bosque, de donde regresaría al poco con una variada selección de frutos que complementaron nuestra dieta a la perfección.
Realicé una última comprobación y cerré un poco el diafragma tratando de optimizar la creciente luminosidad de la mañana tropical. Después, introduje la primera placa en la cámara y retiré la lámina protectora. Si la bestia tenía a bien hacer acto de presencia aquella jornada, ya no se me iba a escapar.
Tutu no la había visto, pero sí un familiar suyo, y aseguraba que era grande como un hipopótamo y tenía el cuello largo y un enorme cuerno… A mí, sinceramente, todo aquello del Mokèlé Mbèmbé, “el que detiene los ríos”, me sonaba a chufla, como el pterodáctilo de Culmont o el plesiosaurio de Onelli, pero el señor Wallez me había encargado retratar al “comehipopótamos” de Hagenbeck y... ¿quién era yo para contradecir a la mano que me daba de comer?
El director del Tierpark de Hamburgo era un apasionado de los monstruos antediluvianos. No había más que ver las estatuas con las que Josef Pallemberg había “completado” su parque zoológico. A Hagenbeck le habría encantado exhibir Diplodocus vivos pero, si las criaturas extintas tenían un característica común, era precisamente ésa: que habían desaparecido de la faz de la Tierra. Sin embargo, Wallez conocía a un explorador que acababa de regresar del Congo llevando, junto a ingentes cantidades de marfil, el testimonio del primo de Tutu. Tal vez, el Mokèlé Mbèmbé no estaba tan extinto, después de todo. Sea como fuere, lo único que salió del pantano aquella mañana fue una pequeña cría de cocodrilo al que Tutu espantó dándole un golpe en el hocico con un palo.
La tarde transcurrió con la misma monotonía. Sentado en una piedra, observaba la superficie del agua en busca de cualquier alteración. Debíamos guardar silencio absoluto, para que el monstruo no detectase nuestra presencia, por lo que los minutos se hacían interminables. De vez en cuando, me levantaba y rectificaba la posición del diafragma o buscaba otro enfoque estirando o encogiendo el fuelle. Al cabo de unas horas, me dolía prácticamente cada músculo del cuerpo, por no hablar de las picaduras. Cuando comenzó a caer la tarde, recogimos el material y emprendimos el camino de regreso a la aldea.
Al día siguiente, seguimos la misma rutina. La única diferencia fue que la cría de cocodrilo ya no se atrevió a asomar, seguramente aún convaleciente por el estacazo de la víspera. Al llegar la noche, las cervicales me mataban y podía sentir cada articulación de mi triste cuerpo pidiendo auxilio. Tantas horas inmóvil y mirando a través del objetivo terminarían por hacer mella en mi estado general de salud.
Aquella noche me fue bastante más difícil que la anterior conciliar el sueño en mi mongulu, que es como llaman los bambenga a un cúmulo de ramas superpuestas bajo las que se cobijan de los rigores de la intemperie. Aunque ya me había acostumbrado a los chillidos de las diferentes especies de aves nocturnas y al ruido que producían los depredadores al moverse entre la vegetación, viendo que toda la tribu dormía a pierna suelta sin la menor preocupación, seguía dándole vueltas a una reflexión que me tenía algo trastornado desde que aquel pequeño cocodrilo me hizo saltar de mi asiento o, quizá, aún antes.
Si, tal como sospechaba, el Mokèlé Mbèmbé no estaba por la labor de ser retratado, podían pasar días e incluso semanas hasta que el señor Wallez diera la empresa por finiquitada. En su sillón de la redacción del periódico en Bruselas no sentía el frío en los riñones ni se veía obligado a rascarse la cabeza o el cuello constantemente, al creer notar el contacto de alguna alimaña.
- Y si veo que no aparece… ¿Cuándo me vuelvo, señor?
- Aparecerá, Totor. Descuida que aparecerá y Le Vingtième Siècle mostrará al mundo entero su imagen. Serás recordado como el reportero que cazó al primer dinosaurio vivo... ¡Estás a punto de hacer historia!
No, Wallez no estaba dispuesto a rendirse. Me dejaría allí tirado hasta que mi Zeiss Ikon Sirene capturase a un animal prehistórico... Tal vez mi cámara fuera el orgullo de la tecnología alemana, ¡pero mi jefe quería transformarla en una máquina del tiempo! Claro que también era posible que se olvidara incluso de que me había mandado al fin del mundo y tuviera que ponerme un taparrabos y salir de caza cada mañana para sobrevivir… El agotamiento terminó por anular mi consciencia mientras lamentaba mi desdicha.
La siguiente mañana, cuando llegamos al pantano, a tiempo de ver cómo el sol iba revelando poco a poco aquella estampa que ya me era conocida, como si saliera de un gigantesco cuarto oscuro, me dirigí a mi acompañante:
- Tutu, puedes marcharte al poblado y volver cuando caiga el sol, he traído algunas provisiones en el macuto. Seguro que allí haces más falta que aquí.
- Pero, ¿Y si vuelve Mongoma?
- No te preocupes, le daré con este palo en el hocico, como tú.
Tutu me miró poco convencido. Tampoco yo lo estaba. Lo más probable era que fallara el golpe y el cocodrilo se enfureciese aún más... Pero siempre podía salir corriendo y ya volvería por la cámara cuando pasase el peligro. Debía correr ese riesgo.
- ¿Seguro que no quiere que me quede, nkolo?
- Ve sin cuidado. Nos vemos al atardecer, Tutu.
En cuanto le vi desaparecer entre el follaje, me puse manos a la obra. Recogí todo el barro que pude de la orilla y lo fui depositando sobre un pequeño claro oculto tras los cañaverales, una vez hube comprobado que no escondía también alguna fiera que pudiese comprometer mi labor. En cuestión de poco más de dos horas había erigido una escultura digna del más inspirado Pallemberg. Naturalmente, mi experiencia como artista era bastante más limitada, por no decir nula, y mis conocimientos paleontológicos tal vez no fuesen tan avezados. Pero la figura que se erigía ante mí podía corresponder sin muchas dudas a la imagen que el común de la gente tiene de estas criaturas, así que pasé un buen rato admirándola y felicitándome por mi competencia como estafador. Tal vez –llegué a pensar-, me había equivocado de oficio y debía reconducir mi carrera a partir de ese momento hacia las artes.
Algo removió el cieno del pantano, a pocos metros de mi ópera prima, así que decidí que lo mejor era inmortalizarla lo antes posible, por lo que pudiera pasar. Volví junto a la cámara, realicé los ajustes oportunos y disparé. Por si acaso, impresioné otras tres placas, desde diferentes ángulos y enfoques, no fuera cosa de que el resultado no resultara lo convincente que deseaba. Cuando consideré que ya tenía el material que buscaba, destruí mi estatua con todo el dolor de mi corazón y la contundencia de la estaca que hasta entonces había reservado al lastimado cocodrilo, que no volvió a asomar el morro temeroso de que Tutu siguiera por allí.
Pasé el resto de la jornada dando forma a la noticia en mi cuaderno, buscando la redacción más verosímil posible, aunque en todas las ocasiones acababa indefectiblemente echándome a reír. Apenas faltaba media hora para el atardecer, cuando un rugido me heló la sangre en las venas. Busqué instintivamente con la mirada a Tutu, que seguramente sabría qué hacer en aquellas circunstancias y, al no encontrarlo, otro instinto me envió de un salto al árbol más cercano, que trepé hasta encaramarme a una rama que se elevaba unos cuatro metros sobre el suelo, donde me atrincheré, rodeándola con brazos y piernas como el que se agarra a un tronco que flota en la corriente.
El león se acercó sin prisa, disfrutando de la situación. Se paró justo debajo de mi rama y levantó la cabeza, volviendo a rugir sin mucho convencimiento, casi se diría que por compromiso. A pesar de la distancia, noté como se humedecían mis pantalones y cerré los ojos en un intento desesperado de escapar de aquella escena de muerte y desolación. Cuando los volví a abrir, vi al félido jugando con el trípode, como un gato con un ovillo de lana, y la cámara yacía a poca distancia, completamente descoyuntada. Mi Zeiss Ikon Sirene parecía un acordeón aplastado. Lloré como el que pierde a su primer amor.
Sentí que mis miembros no me respondían e iba a desplomarme. Si la altura no me mataba, me despedazaría el león. Estos pensamientos fueron más de lo que pude soportar y noté que me desmayaba… hasta que oí su voz, que resonó como si un ángel vengador hubiera descendido de los cielos para expulsar con su flamígera espada a los demonios.
- ¡Nkosi! ¡Bima awa! ¡Bima awa!
Ignoro si los leones entienden el lingala o fue la expresión no verbal del pigmeo, agitando la lanza como si estuviera a punto de arrojarla. Sea como fuere, el argumento le convenció y, toda vez que el objeto de su deseo yacía partido en pedazos y ya no le servía para nada, abandonó la escena tal como había llegado.
Cuando conseguí recuperar algo de entereza, descendí del árbol, labor que me llevó más de diez minutos en los que no cesé de preguntarme cómo demonios había conseguido subir hasta allí. Lamentablemente, todo el material fotográfico se había echado a perder y, con él, mi debut como falsificador...
Parece que Wallez, finalmente, tampoco estaba dispuesto a dejarme en el Congo de por vida y pronto me llegaron noticias suyas reclamando mi regreso. No era tanto mi integridad lo que le preocupaba, sino las miserables dietas que me pagaba y que se había quedado sin nadie que cubriera las inminentes primeras elecciones democráticas de la II República Española, donde tenía esperanzas de que triunfaran los conservadores y acabaran impulsando el regreso de la monarquía.
De todos era conocida la admiración de Wallez por Mussolini, lo que a la larga me acabó decidiendo a buscar trabajo en otro sitio, concretamente en el Reino Unido, gracias a la mediación de un corresponsal del Daily Mail que conocí precisamente en Madrid.
Pero algo debía estarme predestinado y, cuando un par de años después (tras el estreno de King Kong), una pareja de turistas aseguró haber visto a un monstruo prehistórico en un lago de Escocia, el fotógrafo elegido para desplazarse hasta la zona cero fui yo. En aquella ocasión, partí de la experiencia previa y me compliqué bastante menos la vida. Toda la prensa se hizo eco del primer viaje de la máquina del tiempo.
CHARLIE CHARMER
Publicado por Charlie Charmer en 11:00 0 comentarios
Etiquetas: Relatos
jueves, 4 de noviembre de 2021
El terror ancestral de El Pakozoico (II)
Creo que el público de Koprolitos conoce de sobra a Francesc Gascó (a.k.a. El Pakozoico), pero por si queda algún despistado, hacemos un breve resumen biográfico... Licenciado en Biología por la Universitat de València y Doctor en Paleontología por la Universidad Autónoma de Madrid. Tiene gran actividad en divulgación científica y continúa desarrollando su investigación en el Grupo de Biología Evolutiva de la UNED. Lo has podido ver por aquí en conferencias, con sus camisetas (aquí y aquí) o con su serie de libros Jurásico Total (I, II y III). Además, acaba de publicar "Eso no estaba en mi libro de Historia de los Dinosaurios" en Editorial Almuzara.
Por segundo año consecutivo, ha celebrado Halloween publicando una serie de vídeos en su canal de YouTube en los que trata temáticas paleontológicas dotándolos de una tétrica y terrorífica atmósfera. En esta edición, los vídeos se titulan "La bestia imposible", "La mano monstruosa" y "La masacre prehistórica". Los dejamos a continuación, así que apaga las luces, ponte los auriculares y a disfrutar/pasar miedo:
Por segundo año consecutivo, ha celebrado Halloween publicando una serie de vídeos en su canal de YouTube en los que trata temáticas paleontológicas dotándolos de una tétrica y terrorífica atmósfera. En esta edición, los vídeos se titulan "La bestia imposible", "La mano monstruosa" y "La masacre prehistórica". Los dejamos a continuación, así que apaga las luces, ponte los auriculares y a disfrutar/pasar miedo:
Publicado por eL KoProFagO en 13:37 0 comentarios
miércoles, 24 de marzo de 2021
Travesuras de un pequeño Dios (Gotzon)

Llegó un día en que el ser humano por fin pudo conquistar el espacio exterior, hasta el punto de llegar a conocer al verdadero creador de este universo. Este hecho tuvo lugar mientras descansaba de crear otro más de tantos universos paralelos.
El hecho de que lo pillaran desprevenido pudo causarle un pequeño disgusto, pero su afable carácter no se vio modificado un ápice por tal despiste. Sonreía imaginando la multitud de posibilidades de interactuación que le ofrecían aquellos diminutos hombrecillos.
Los líderes del planeta Tierra consideraron ocultar a la ciudadanía este fascinante descubrimiento, ya que darlo a conocer provocaría una revolución sin precedentes en el ámbito político religioso.
Mientras tamañas decisiones eran debatidas por los hombres que mandaban en la tierra, nuestro pequeño inventor de mundos era reprendido severamente por su progenitor. En esta ocasión el enfado parecía ser mayúsculo, mayor que la última vez, cuando deliberadamente se dejó contemplar por aquellos magníficos seres a los que llamaban dinosaurios.
GOTZON
Hoy traemos un microrrelato de Gotzon, publicado hace una década en su blog "Relatos encallados" y que, como habéis leído, aporta una nueva hipótesis a aquella extinción que tuvo lugar hace 66 millones de años...
Publicado por eL KoProFagO en 09:33 0 comentarios
Etiquetas: Relatos
martes, 23 de febrero de 2021
El último neandertal (Liss Evermore)

El tiempo de las hambrunas ha pasado.
Ha visto morir a todo su clan,
pero él sigue en pie junto a los cadáveres.
Ahora es un dios, una leyenda;
es el señor del mundo.
El último neandertal levanta una vez más
la piedra hacia el Sol y grita enfurecido.
Ha nacido el primer asesino.
LISS EVERMORE
Liss Evermore es una escritora atípica... Entre sus aficiones, gusta de pasear bajo la luz de la luna por los jardines de su residencia victoriana, tomar el té acompañada de las señoritas Anna y Planta y asistir a las obras de teatro del Grand Guignol en la Rue Chaptal de París. Entusiasta de la acción y del peligro, atraviesa las calles adoquinadas en carruaje fúnebre hasta llegar al laboratorio secreto, donde crea sus experimentos literarios entre tarros con formaldehído y probetas burbujeantes. Ha publicado la novela "Alcachofa-Terror: La invasión de las hortalizas del espacio exterior" (2018, Wave Books Editorial) y las antologías de microrrelatos "Coleccionable de tragedias" (2014) y "Terror a cuentagotas" (2020, Con Pluma y Píxel). Precisamente de este último es de donde hemos extraído el microrrelato "El último neandertal". Sigan a Liss, al fin y al cabo es como cualquiera de vosotros, excepto por su sombra alargada y los tentáculos bajo la ropa.
Publicado por eL KoProFagO en 10:20 0 comentarios
Etiquetas: Relatos
sábado, 31 de octubre de 2020
El terror ancestral de El Pakozoico (I)

Francesc Gascó (a.k.a. El Pakozoico) es licenciado en Biología por la Universitat de València y Doctor en Paleontología por la Universidad Autónoma de Madrid. En la actualidad, está volcado en la divulgación científica y continúa desarrollando su investigación en el Grupo de Biología Evolutiva de la UNED. Es uno de los nuestros y prueba de ello es que formará parte de las conferencias que tendrán lugar en algún momento para celebrar nuestro X Aniversario. Además lo has podido ver por aquí en conferencias, con sus camisetas (aquí y aquí) o con su serie de libros Jurásico Total (I, II y III).
En esta ocasión queremos recopilar la serie de vídeos que ha realizado en su canal de YouTube con motivo de la celebración de Halloween, en los que habla de las criaturas extintas más terroríficas en dos partes y nos deja el relato de cómo a finales del siglo XVIII una criatura imposible escapó de las entrañas de la Tierra: "Cuando el horror se escapó del averno". Apaga las luces, cálzate los auriculares y a disfrutar/pasar miedo:
En esta ocasión queremos recopilar la serie de vídeos que ha realizado en su canal de YouTube con motivo de la celebración de Halloween, en los que habla de las criaturas extintas más terroríficas en dos partes y nos deja el relato de cómo a finales del siglo XVIII una criatura imposible escapó de las entrañas de la Tierra: "Cuando el horror se escapó del averno". Apaga las luces, cálzate los auriculares y a disfrutar/pasar miedo:
Publicado por eL KoProFagO en 10:27 0 comentarios
lunes, 29 de julio de 2019
El Archidiácono y los Dinosaurios (Eden Phillpotts) (y III)
El Archidiácono y los Dinosaurios
Eden Phillpotts
Traducción de Charlie Charmer
Parte III
Resumen de lo publicado: El archidiácono acaba de perder a su fiel gato Tom, víctima de la voracidad de un plesiosaurio. Esta desgracia afecta a su estado de ánimo... (Puedes leer las Partes I y II del relato aquí y aquí).
Ilustración de Le monde avant la creátion de l'homme (1886, Flammarion) que recoge el literal bíblico según el que Dios creó a todos los animales (incluyendo, pues, a los dinosaurios) en una semana para que compartieran el mundo con el hombre. Nuestro archidiácono parece tener una visión más abierta del tema.
Entonces recordé que estaba enredado en un período millones de años antes de Adán y Eva. Esta reflexión me puso serio y me hizo sentir por primera vez algo solitario y separado de mis semejantes. Sabía que acababa de cumplir sesenta años solo una semana antes y sentí que, humanamente hablando, era dudoso en grado sumo que pudiera vivir hasta el comienzo de la era cristiana. También me irritó pensar que debía morir doce millones de años antes de que naciera mi esposa; ¿qué tenía de bueno ser un archidiácono de la iglesia anglicana eras antes de la época en que “Gran Bretaña primero, a las órdenes del cielo”, se hubiera erguido sobre la superficie azul [1]? Dos cosas estaban transparentemente claras: no habría ocupación profesional para mí, ni salario, por un número considerable de razones. Recuerdo claramente haberme preocupado por el salario, y también por la indiscutible certeza de que nunca volvería a ver la catedral.
¡Por qué, en el cómputo más generoso, nuestro mundo solo había alcanzado el verso veinte del primer capítulo del Libro del Génesis! Sinceramente me desanimé; y, en este momento de depresión, conocí a brontosaurus excelsus, casi el más grande de los dinosaurios. Caminaba a cuatro patas, medía dieciocho metros, y probablemente pesaba veinte toneladas. No es que me importara. Pasó de largo con silencioso desprecio, y tengo el recuerdo de haberme burlado también de él mientras se dirigía hacia el agua. Le dije: “No eres tan grande como el atlantosaurus para tanta aparatosa corpulencia. ¡Y él también se levanta sobre sus patas traseras y camina como yo, que soy el rey de los animales, y un archidiácono!” Pero no me prestó atención. Dudo que me llegara a escuchar. Estos comedores de hierba eran todos unos brutos adormecidos, perezosos y sin aspiraciones.
Atlantosaurio de Le monde avant la creátion de l'homme
“¿Qué -me dije amargamente en mi sueño- es lo bueno de tener dieciocho metros de largo si no tienes cerebro ni conversación? Preferiría ser un árbol o una roca que uno de estos estrafalarios monstruos. Pero la naturaleza todavía es una niña, y estos son sus burdos juguetes y estúpidas muñecas.”
Entonces me encontré con el rastro de algo que me dejó sin aliento. Supuse que debía ser el ceratosaurio, y sabía que él dependía de comer a otros animales y no temía a nada. Sus enormes huellas habían dejado una profunda huella en el suelo húmedo, y entre ellas se extendía un profundo surco, como si un gran arado hubiera pasado por allí. Esto parecía apuntar a la impresión de una vasta cola. La criatura sin duda caminaba sobre sus patas traseras, según la costumbre; y de los destrozados restos de varios monstruos menores que se extendían por su senda, no dudé de que estaba almorzando mientras vagaba por su camino.
Ceratosaurio (1901, J.M.Gleeson bajo supervisión de Charles R.Knight)
Las nubes se acumularon más densamente, la lluvia cayó en gotas pesadas y solitarias; había un olor volcánico en el aire, y oí al gigantesco dinosaurio rompiendo huesos tras la siguiente esquina. Mi pulso se aceleró, miré a mi Remington y luego me apresuré a avanzar con el coraje que pude reunir.
El ceratosaurus estaba cerca de ese matojo de coníferas. Acababa de terminarse un pequeño cocodrilo, y estaba mirando alrededor en busca de otro cuando me vio. Nunca contemplé una mole viva tan poderosa e imponente. Sus mandíbulas estaban abiertas, su cabeza era enorme, sus dientes verdaderamente terribles. Sus amarillos ojos, desorbitados, eran tan grandes como las ruedas de un tren, su cuello era una torre, su cuerpo mayor que muchos elefantes. Inexperto como yo era, sentí que se había detenido ante mí un dinosaurio carnívoro de incluso mayores dimensiones que cualquiera cuyos huesos fósiles se hayan descubierto hasta el presente. En realidad, no permaneció quieto ni un instante. Se acercó a pasos gigantescos y lanzó la cabeza hacia adelante como una serpiente. Parecía tener más de quince metros de altura, pero no vamos a discutir las mediciones científicas exactas. La ingobernable prisa del bruto era tal que, de hecho, no tuve tiempo ni de una nota taquigráfica en el puño. Me pregunté un par de cosas: si mostraría algún respeto por mi ropa; y, si no lo hacía, si mi Remington le detendría cuando estuviera sobre mí. Inclinó la cabeza hacia un lado y se apoyó en sus patas traseras. Se relamió los labios con una lengua negra, sin duda con anticipación. Disparé mi rifle en el momento adecuado, pero no le causó impresión, y en un segundo estuvo encima de mí cuando me giré para salir volando. Mi ropa ciertamente no obtuvo ningún respeto por su parte, pero le sometió a una severa prueba, ya que, doblando sus enormes patas traseras, me agarró como a un bebé entre sus garras delanteras y me elevó por completo a casi ocho metros de altura. Cómo resistieron los faldones traseros de mi abrigo y el traje que llevaba debajo, nunca lo sabré. Incluso en ese supremo instante, me maravillé porque no había cosido ninguna puntada. El dinosaurio dio un bufido fuerte y gutural, me abrazó contra su pecho, inclinó su cuello hacia abajo, puso los ojos en blanco y apartó los labios de sus dientes. Pero yo no podía hacer ningún movimiento, porque mis sentidos y músculos parecían paralizados. Colocó su cabeza sobre mí, tenía su fétido aliento en la mejilla, sus ojos amarillos me miraban con furia y me embistió con el cuerno de la nariz hincándomelo en las costillas. Entonces retomé en cierta medida la capacidad de acción: Luché, pataleé y grité, y mientras luchaba, el terrible abrazo de la bestia contra mi pecho se relajó un poco y su silueta se hizo borrosa. Pero el ojo amarillo se volvió cada vez más brillante.
El despertar -de S. Jerónimo- (dibujado por Alberti, grabado por Chataigner)
Entonces, me desperté en fases lentas, y aparecieron los contornos de las cosas modernas, y fui consciente de un desorden general, del techo de mi dormitorio y de otras visiones familiares. Pero el ojo amarillo me seguía mirando. Finalmente, me quedé sin aliento y jadeé por ese repunte de la pesadilla, empapado de sudor, temblando por temor a la presencia del dinosaurio. Había amanecido y tenía sobre mí un montón de ropa de cama y la convicción de que estaba casi haciendo el pino, que es como suelo poner los pies para descansar en tiempos de apacible sueño. Pero el ojo amarillo se quedó inmóvil, y no entendí la situación y me encontré de regreso a principios del siglo XX hasta que me di cuenta de que la cosa centelleante era un gran pomo de latón al pie de mi cama.
Ese día, durante el desayuno, Peter me suplicó e imploró una sardina como de costumbre. Pero cuando le dije: '¿Qué hay de ese pterodactilo, viejo amigo?' y '¿Cómo te fue dentro del plesiosaurio, viejo?', solo pestañeó y pataleó suavemente con sus patas delanteras y ronroneó como de costumbre. Peter es un gato realmente grande, pero lo que me llamó la atención de él esa mañana, después de mi excursión en medio de la fauna mesozoica, fue su tamaño ridículamente pequeño.
-----
[1] “When Britain first, at Heaven's command/ Arose from out the azure main” son los dos primeros versos de la canción patriótica Rule, Britannia! (1741) con letra de James Thomson y música de Thomas Arne, asociada a la marina británica.
Publicado por Charlie Charmer en 08:40 0 comentarios
Etiquetas: Relatos
lunes, 22 de julio de 2019
El Archidiácono y los Dinosaurios (Eden Phillpotts) (II)
El Archidiácono y los Dinosaurios
Eden Phillpotts
Traducción de Charlie Charmer
Parte II
Resumen de lo publicado: una copiosa cena tardía altera el sueño de nuestro archidiácono, que se ve trasladado al Jurásico en sus pesadillas... (Puedes leer la Parte I del relato aquí).
Al pasar cerca de aquí, pude notar que mi gato [1] negro por fin encontró algo más pequeño que él, un dinosaurio saltarín no mucho más grande que una rata [2]. Lo destruyó triunfalmente y se comió una parte, sintiéndose mejor y más valiente por hacerlo.
Anchisaurus de Joseph Smit para Creatures of other days (1894)
Por supuesto, me propuse disparar a uno de estos “dragones primitivos”. Sólo quería un gran ejemplar, si era posible. Llegué demasiado tarde para el anchisaurio [3], un gigante cuyas huellas y marcas de la cola se observaron en los estratos de la Nueva Arenisca Roja [4], y demasiado temprano para el claosaurio [5], cuya sencilla costumbre era comer de la parte superior de las palmeras y los helechos arborescentes en la época del Cretácico; pero sabía que esos colosos carnívoros, los ceratosaurios [6], podrían estar al acecho en cualquier esquina; sabía que tenían cuernos en sus frentes y recorrían seis metros de terreno de una zancada; que su huella cubría habitualmente un metro cuadrado de tierra. Estas reflexiones me hicieron cauto, e incluso nervioso.
Entonces volví a recordar al temible estegosaurio, que también brillaba en los días jurásicos. Estaba acostumbrado a tomar el aire a cuatro patas; la naturaleza le había provisto de placas y púas, un gran esqueleto de unos nueve metros de largo y dos conjuntos de cerebros; uno en la cabeza, el otro en la zona de la cola [7].
Estegosaurio (1904) del insigne Charles R. Knight
Tuve el presentimiento de que el estegosaurio seguramente debía estar al alcance y, al llegar a una esquina, encontré a mi fiel compañero, boca arriba, casi en las fauces de semejante monstruo.
Aparentemente, el estegosaurio no estaba usando sus cerebros delanteros ni los que tenía en la parte trasera. Simplemente pestañeó a Peter, pero no se movió ni se propuso molestarle, al ser vegetariano. Dudé si matar a esta gran bestia, y estuvo bien que reservase mi munición ya que, cuando aún no habían pasado cinco minutos de que se hubiera marchado por su camino, me encontré cara a cara con otro de los experimentos primitivos de la naturaleza, uno de los dinosaurios más terribles, fantásticos y de mal genio que jamás haya sacado de su taller. Era el triceratops, un monstruo con una cabeza de metro ochenta de largo y sin un cerebro que valga la pena mencionar, pero con un genio de mil demonios. No era capaz de controlarse, ni siquiera en presencia de un archidiácono. De hecho, bajó sus enormes cuernos y cargó contra mí apasionadamente, mientras yo permanecía en mi sitio y me mantenía extraordinariamente fresco y tranquilo, dos cosas que ciertamente no debería haber hecho si no se tratara de una visión. Disparé al Triceratops ambos cañones. Le acerté, principalmente porque no podía fallar. Llenaba todo el primer plano de esa emocionante escena mesozoica. Se desplomó a cinco metros de mí, pronunció feroces expresiones y falleció sin resistirse. Fue un gran momento, y mi éxito nos inspiró a ambos (a Peter y a mí) con una confianza renovada.
Almorzamos junto a ese Triceratops caído, y descubrí que la bolsa que llevaba colgada del hombro contenía una botella de whisky irlandés bastante aceptable, un paquete de sándwiches y algunos cigarros. Recuerdo que me pregunté de dónde habían salido esos sándwiches y quién los había preparado para mí, y con qué los habían preparado. Tal vez eran sándwiches de dinosaurio o ictiosaurio. También tenía un vistoso pastel en mi bolsa. Sabía a pichón, pero debía ser pterodáctilo. A Peter le gustó esto más que los sándwiches.
"Very passable irish whisky", ilustración de Cecil Aldine para la edición original de Fancy Free
Luego siguió mi –quizá- experiencia más notable. Estaba descansando un rato tras el almuerzo, terminando el whisky y fumando un cigarro, mientras el gato negro deambulaba a su libre albedrío cuando, de repente, el sonido más extraño que alguna vez escuchó oído mortal llegó al mío. Nunca antes había escuchado nada que se le pareciera ni de lejos; no sé cómo describirlo. El sonido era algo entre el siseo de una serpiente y el arrullo de una paloma. La bestia primitiva que fuera responsable evidentemente combinaba las cualidades vocales de aves y reptiles. Naturalmente me maravillé, porque las aves aún eran extrañas al mundo [8]. Y, sin embargo, un elemento musical en el sonido me llevó a sospechar que lo estaba produciendo una criatura de naturaleza al menos semi-ornitológica.
"Peter," -dije, porque estaba muy emocionado por el ruido- "¡Debemos estar en presencia de un arqueopteryx! Ningún otro ser jurásico podría producir esa indescriptible parodia de melodía ".
Arqueopteryx de Joseff Smit para Creatures of other days (1894)
Y tenía razón. Un momento después me encontré con un arqueopteryx sentado en el tocón de un árbol caído y cantando, o, al menos, daba la impresión de que lo estaba haciendo. Me detuve y escuché los primeros balbuceos de la música de las aves; Yo, que sabía lo que la alondra, el zorzal y el ruiseñor eran capaces de producir en su mejor momento, escuché a ese gallo arqueopteryx gorjear de acuerdo con sus limitadas luces. Era patético ver cómo disfrutaba, y cómo disfrutaba su gallina. Era el primero de su clase ideado por la naturaleza; naturalmente, no podía concebir nada más fino que su propio ser primitivo y su ridícula voz. Gorgeó y siseó, y chilló, e incluso trató de trinar. Entonces Peter, que reconoció en él a un verdadero pájaro, a pesar del hecho de que tenía garras en las alas y dientes en la boca, capturó al desafortunado arqueopteryx después de una dura lucha y lo arrastró hacia mí con regocijo.
A continuación, caminamos por la orilla del mar, abriéndonos paso entre prodigiosas tortugas y saurios dormidos, algunos de los últimos de casi nueve metros de largo. Y entonces me sobrevino una desgracia, pues perdí a mi fiel Peter. La tonta bestia se volvió demasiado aventurera. La familiaridad con las maravillas jurásicas generó descuido en su mente felina, y se acercó demasiado al agua. Tras lo cual, un hambriento plesiosaurio sacó tres metros de cuello de las olas y el interés de Peter en los asuntos mesozoicos terminó. Lo sentí muchísimo. Peter había sido, por así decirlo, un eslabón que me unía al futuro. Había pertenecido a mi esposa, y podía imaginarme su amargo lamento ante este burdo final de su pintoresca existencia.
(Continuará...)
¡Pobre Tom! Si hasta el ictiosaurio teme al plesiosaurio (ilustración de Riou para Viaje al centro de la Tierra)
-----
[1] “Tom” en el original, esto es, gato macho sin castrar.
[2] Aunque el autor no le pone nombre, el dinosaurio más pequeño conocido entonces –y hasta la década de los 90 del siglo XX- era el compsognato, con un metro de longitud y unos tres kilos de peso.
[3] Aunque Phillpotts lo llame “gigante”, se trata de un pequeño sauropodomorfo (un par de metros de longitud) norteamericano que podía alternar la posición cuadrúpeda y bípeda, y tenía un pulgar oponible. Edward Hitchcock lo llamó megadactylus y Marsh lo rebautizó anchisaurus.
[4] Capa perteneciente al pérmico-triásico británico (la “Vieja Arenisca Roja” es del Devónico).
[5] Ornitópodo de tres metros y medio de longitud, al que se tuvo por un hadrosaurio basal, aunque hoy es considerado como un pariente cercano no hadrosauroide.
[6] Terópodos de característico cuerno nasal a los que hemos podido disfrutar en filmes como la pionera Brute Force (1914) de Griffith, Hace un millón de años (1966) o La tierra olvidada por el tiempo (1975).
[7] Aunque tenía un cerebro realmente ridículo, del tamaño de una nuez, carecía de ese segundo órgano al que refiere Phillpotts, que refiere a una antigua creencia –hoy desestimada- originada por el descubrimiento de una abertura en la columna vertebral a la altura de la cadera.
[8] En la 4ª edición (1864) de El origen de las especies, Darwin explica que, aunque se había defendido que las aves aparecieron en el Eoceno, “hoy sabemos, según la autoridad del profesor Owen, que es seguro que durante la sedimentación de la formación Upper Greensand vivió un ave y, todavía más recientemente, ha sido descubierta en las pizarras oolíticas de Solnhofen la extraña ave Archeopteryx”. Conocido como “el bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley defendió que las aves eran descendientes de los dinosaurios, y agrupó ambos ese mismo año bajo el clado “saurópsidos”.
Cuando Phillpott escribe su relato Gerhard Heilmann aún no ha publicado El origen de las aves (1926) refutando esta tesis basándose en la ausencia de fúrcula de los dinosaurios -Robert Bakker demostró varias décadas después que Huxley tenía razón-.
Publicado por Charlie Charmer en 15:03 0 comentarios
Etiquetas: Relatos
martes, 16 de julio de 2019
El Archidiácono y los Dinosaurios (Eden Phillpotts) (I)
El Archidiácono y los Dinosaurios
Eden Phillpotts
Traducción de Charlie Charmer
Parte I
El archidiácono se sacó del bolsillo un prolijo rollo de papel de sermón.
- Aquí tengo un pedacito del período mesozoico -dijo, y yo le interrumpí:
- Mi querido archidiácono, eso fue miles de años antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.
- Muchos millones -respondió alegremente el archidiácono- Mi manuscrito trata sobre un período en el que la misma Madre Naturaleza era una niña de pecho. Como sabes, mi hobby es la paleontología. Mi artículo, revisado científicamente, supone cierto conocimiento de este tema adquirido tras el contacto con algo tan peligroso como una cena tardía. Ya ves que no escondo nada. Y he escrito el asunto aquí en un papel de sermón para que pueda hacerle mayor justicia.
Alisó el rollo de manuscrito, se ajustó las gafas y mostró su disposición para comenzar.
Así que me instalé y escuché su singular historia:
- Por supuesto, en un sueño, como en una comedia moderna, uno no debe detenerse a sopesar las probabilidades y ser lógico, si no, en ambos casos la estructura se desploma sobre sus oídos y el placer de seguir el hilo se echa a perder. Por tanto, cuando me encontré en una buena mañana comenzando un día de deporte y ciencia en el período Mesozoico, la circunstancia me sorprendió poco. Puedo decirte que mis polainas negras se transformaron en marrones, llevaba al hombro un rifle Remington y a mi lado caminaba el gato negro de mi esposa, Peter. Por supuesto, mi conocimiento del período me llevó a notar la naturaleza extremadamente mesozoica de mi entorno, y me sentí satisfecho fuera de toda medida al encontrarme sano y salvo tan atrás en la historia de este planeta. No me detuve a recordar que Peter, mi rifle Remington y yo aún no habíamos evolucionado, que incluso el hombre paleolítico tardaría innumerables siglos en aparecer, que incluso sus piedras de sílex eran todavía esponjas en el fondo de los poderosos océanos. Tampoco me sorprendió al principio que estaba solo, y por tanto separado de mi especie por tremendos abismos temporales. Por el contrario, me deleité con mi entorno, comprobé que era claramente jurásico y reí con satisfacción al considerar que llevaba la delantera, alrededor de doce millones de años, a cualquier deportista que hubiera ido de caza mayor con un rifle. También fui generoso. Me acordé de Cuvier, Huxley, Owen, Tyndall, Darwin, Geikie, Marsh, Zittel, Hutchinson [1], o un millar de naturalistas y paleontólogos eminentes que habrían disfrutado una mañana en medio de las maravillas de esa época, y deseé que todos estuvieran allí bajo mi protección y la de mi Remington y Peter.
Me encontraba en las orillas de un lago en una región pantanosa. El paisaje estaba principalmente compuesto por volcanes, pues pude observar una docena de ellos en el horizonte, arrojando columnas de humo que nublaban el cielo. Era un día tormentoso, sofocante, y ocasionalmente caían fuertes aguaceros, aunque el clima era soportable entre las precipitaciones. A mi alrededor crecían gigantescos helechos arborescentes, y en la extensión pantanosa a lo largo de la orilla del agua se alzaban junglas de enormes licopodios [2], desastradas licopodiáceas y algunas coníferas.
Licopodium clavatum, la estrella de la función
En torno a las fronteras de este mar interior, la vida de los insectos se abría camino libremente. Miles de mosquitos de enorme tamaño y casi de veinte centímetros de envergadura bailaban con libélulas gigantes sobre el agua. De vez en cuando un pez ganoide [3] saltaba como una trucha y se comía a alguno, lo que puede resultar algo curioso tratándose de un pez ganoide, pero no lo critiqué. Estos ganoides, por cierto, solo los disfrutaron una insignificancia. Los peces-lagarto, o ictiosaurios, les perseguían aquí y allá, devorando a miles en la superficie; los plesiosaurios, con cuellos como cisnes y cabezas de lagarto, también atrapaban a los ganoides, y sólo Dios sabe qué monstruos les esperaban en las aguas profundas cuando se zambullían.
Entonces sucedió algo extraño. De repente y sin previo aviso, una monstruosa cometa infantil, con una larga cola y alas de seis metros de ancho, apareció aleteando sobre las palmeras. Le siguió otra, y entendí, tras pensarlo dos veces, que se trataba de paraguas. Un descubrimiento de tal naturaleza, incluso en un sueño, me causó cierto asombro. Me costó entender que debieran girar así de promiscuamente en el aire mesozoico, y me pregunté quién los había perdido; pero al instante comprendí la verdad. Estos revoloteadores no eran en absoluto paraguas, sino tan sólo un par de pterodáctilos muy flacuchos. Aprovechando la ocasión, levanté a mi fiable Remington y disparé. Considerando que en toda mi vida no he sido conocido por saber manejar armas de fuego, juzgarás mi satisfacción si te digo que me las arreglé para herir al más grande. Cayó de bruces, y Peter, con una considerable falta de juicio, fue a recuperarlo. La leal y pequeña bestia casi perece en el intento. Es algo complicado recuperar tu pterodáctilo, con seis metros de alas agitándose, cientos de dientes afilados y un apego a la vida de intensidad prehistórica. He de decir, sin la menor duda, que los restos fósiles no dan idea alguna de la ferocidad de estos dragones voladores.
Pterodáctilos de Josef Smit para Extinct Monsters (1893, H.N.Hutchinson)
Pese a estar herido de muerte, el animal mostró una fuerte inclinación a matarnos tanto a Peter como a mí. Así que volví a cargar, y disparé al pterodáctilo en el ojo. Tras lo cual, él recogió sus vastas alas temblando a su alrededor y enterró su cabeza en ellas, y así murió. Marqué el lugar para recogerlo de camino a casa. Por supuesto, no puedo explicar cuál pudo haber sido mi idea de "casa". Tal vez pensé que me alojaba en un balneario mesozoico en algún lugar cercano, “En un agradable vecindario volcánico, con espléndidos baños de mar, tenis sobre hierba y tiro al pterodáctilo. Condiciones económicas.”
El aspecto de mi primera víctima me hizo pensar. Me sorprendió que, si criaturas de tal tamaño volaban por el aire, la Tierra firme pudiera soportar cosas mucho más grandes. Por supuesto, era consciente de que debía haber dinosaurios cerca. Sabía que algunos buenos especímenes alcanzaban a veces casi seis metros de altura, que muchos de ellos caminaban sobre sus patas traseras y que, aunque ciertas variedades se limitaban a una dieta vegetal, otras eran carnívoras, y se comerían tan pronto a un archidiácono como a cualquier otra cosa. También temblaba por mi Peter. Temía a cada paso que él hiciera algo precipitado y perdiera la vida. Por mi parte, decidí no permitir que interfirieran con mi seguridad las nociones quijotescas de lo que era y no era ser deportista. Para ilustrar lo que quiero decir, puedo contar que mi siguiente captura fue un teleosaurio [4] y le disparé durmiendo junto al río. Tenía la espalda dada la vuelta y los ojos cerrados, de modo que fui capaz de acabar con él sin la mayor dificultad.
Teleosaurios de Smit
Demostró ser una insignificancia de cocodrilo de unos seis metros de largo; y murió, por así decirlo, sonriendo. Se me ocurrió que este monstruo podía convertirse en estupendas cajas de puros para regalar a los amigos.
Y ahora sabía, a medida que avanzaba, que la caza mayor estaba por llegar. Pequeños dinosaurios, no más grandes que los canguros, saltaban libremente a mi alrededor, pero reservé mi fuego, sospechando que podría necesitarlo en cualquier momento. Mi compañero había perdido hacía mucho tiempo su nervio. Podría decirse que estaba fuera de armonía con su entorno. Se pensaba allí simplemente como un bocado para algo más grande que él mismo, y al darse cuenta de ello, saltó a mi hombro, evidentemente determinado a que, en el peor de los casos, moriríamos juntos.
A cada momento aumentaba el tamaño de la fauna. De pronto, un dinosaurio blindado -llamado escelidosaurio [5]- sacó la cabeza de un área de tres metros de juncos. Tenía placas y espinas en su monstruosa espalda y una mirada hambrienta en los ojos, del tamaño de un plato de postre. La bestia, afortunadamente, no nos vio, y sintiendo que no sería bueno disparar, salvo en caso de necesidad, me detuve en silencio donde estaba hasta que la criatura se zambulló en el agua. Entonces visité su guarida y fui capaz de resolver una cuestión que ningún paleontólogo ha aclarado nunca. Encontré un nido de dinosaurio con cuatro huevos dentro y, por lo tanto, resolví una gran pregunta para siempre. Los dinosaurios, sin duda, ponen huevos. Estos en particular tenían una textura similar a las ranas, pero estaban separados entre sí y eran algo mayores que calabazas grandes. Tras haber observado todo esto, escuché a la madre dinosaurio regresar y me retiré apresuradamente, sin preocuparme por arriesgarme a compararlos con una criatura de más de tres metros y medio de altura, cubierta de armadura y llena de instinto maternal.
(Continuará...)
Maternal escelidosauria de Alice B.Woodward para Evolution in the Past (1912, Henry R.Knipe)
-----
[1] Phillpotts hace un repaso de los principales naturalistas y paleontólogos del siglo XIX: Georges Cuvier (1769-1832), Thomas Henry Huxley (1825-95), Richard Owen (1804-92), Charles Darwin (1809-82), Othniel Charles Marsh (1831-99), Karl Alfred von Zittel (1839-1904) o Henry Neville Hutchinson (1856-1927). Llama la atención el olvido del rival de Marsh en la “Guerra de los Huesos”, Edward Drinker Cope (1840-97) y, curiosamente, ignora a paleontólogos como William Buckland o Charles Lyell, e incluye al físico John Tyndall (1820-93), cuyo interés por épocas pasadas se centró en los cambios de temperatura de las eras glaciales, de las que también se ocupó el geólogo Archibald Geikie (1835-1924).
[2] “Club Mosses” (lit.: “Musgos de porra”, por la forma de bastón de sus esporas). Se trata de primitivas plantas vasculares herbáceas que se reproducen por esporas. En el teatro victoriano, se usaban estas esporas secas para simular el efecto de llamas o destellos soplando un puñado, ya son altamente inflamables, aunque no desprenden mucho calor, por lo que se consideraban un “efecto especial” seguro.
[3] Escamas primitivas, llamadas así por estar recubiertas por una sustancia dura llamada ganoina.
[4] Saurópsido talatosuquio (cocodriliano) del Jurásico.
[5] Tireóforo del Jurásico descrito por Richard Owen en 1859, de cráneo triangular como el de los ornistiquios primitivos y el cuello más largo que el de otros dinosaurios acorazados.
Publicado por Charlie Charmer en 09:43 0 comentarios
Etiquetas: Relatos
lunes, 15 de julio de 2019
El Archidiácono y los Dinosaurios (Eden Phillpotts) (Presentación)
Para hacerte más llevadero el rigor de la canícula, se nos ha ocurrido ofrecerte por entregas a modo de folletín decimonónico un refrescante relato de dinosaurios... de hace poco más de un siglo. Se trata de El Archidiácono [1] y los dinosaurios, la divertida odisea de un clérigo británico y su gato en los peligrosos paisajes volcánicos del Jurásico, fruto de la pluma de Eden Phillpotts. Este post tiene por objeto presentarte este apasionante cuentecito que hizo las delicias de nuestros bisabuelos.
El prolífico autor británico Eden Phillpotts (1862-1960) marchó a Londres con sólo 17 añitos y, aunque su primera vocación fue la de actor, se convirtió en escritor amateur mientras trabajaba en una compañía de seguros. Fue amigo personal de Agatha Christie, adaptado por Alfred Hitchcock (The farmer’s wife, 1928) y admirado por todo un Jorge Luis Borges. Escribió cerca de 250 obras literarias de todo tipo: prosa, verso y teatro. A efectos de la obra que aquí os traemos, debe apuntarse que era agnóstico y sobrino nieto del obispo de Exeter (por lo que las dignidades eclesiásticas le eran bien conocidas a la vez que un buen objeto para la burla) y había nacido en la India, hijo de un oficial del ejército (por lo que las cacerías exóticas también). Lamentablemente, en su biografía también deben incluirse la relación incestuosa con su hija Adelaide, con la que escribió al alimón varias obras de teatro.
Ilustración de Sidney Sime (1865-1941) para el poema The Zagabob
El Archidiáno y los dinosaurios (The Archdeacon and the deinosaurs [2]) apareció en la antología de relatos breves del autor Fancy Free (1901), que también incluía el poema The Zagabob, sobre un extraño ser, rey de una lejana isla desde el Precámbrico, al que rinden pleitesía primero trilobites y luego dinosaurios, o el cuento Una historia sin fin (A Tale without an End), que retrata las discusiones de pareja a través del tiempo, desde los trilobites, pasando por los atlantosaurios [3] hasta el hombre ...y más allá.
Más adelante escribió varias obras de fantasía y ciencia-ficción entre las que debemos destacar Saurus (1938), protagonizada por un reptil extraterrestre que se dedica a observar a los humanos.
Ya has tenido ocasión de leer en el blog en rigurosa primicia el que, probablemente, sea el primer relato jamás escrito sobre dinosaurios, inédito hasta entonces en español: El huevo de iguanodon (1882), de Robert Duncan Milne. Apenas dos décadas le separan de El archidiácono y los dinosaurios, que ve la luz año y pico después de la desaparición de Milne, pero las diferencias entre ambos son patentes: uno es una inquietante historia de misterio en un mundo perdido en una remota isla del Pacífico (Papúa) mientras el que aquí traemos es un onírico relato de caza (muy) mayor con bastantes dosis de humor. Pero sobre todo, mientras Milne prácticamente limita la presencia de dinosaurios en su relato al iguanodón que le da título [4], la cantidad y variedad de especies con que nos deleita Phillpotts es realmente apabullante; seguro que no los conocías a todos.
Fotomontaje con que ilustramos El huevo de iguanodon, partiendo de una fotografía de M.J.W. Lindt para Picturesque New Guinea (1887)
Pero también encontramos similitudes significativas entre ambos. Nos ha llamado en particular la atención cómo aventuran la reproducción de los dinosaurios mediante huevos aunque, hasta 1923, George Olsen y Roy Chapman Andrews no encontraron en Mongolia un montón de huevos que se atribuyen por primera vez inequívocamente a dinosaurios [5]. Lo que viene a demostrar como, a veces, la ficción se adelanta a la realidad.
¡No te pierdas la próxima entrega, en la que conoceremos cómo nuestro archidiácono se embarca en la aventura más bizarra y fantástica de su vida!
Hasta entonces, te dejamos con algunas fotografías de caza MUY mayor que hemos visto por ahí, para ir abriendo boca...
-----
[1] Antiguamente, el diácono principal de una catedral, llamado también arcediano. Desde Trento será sustituido por el vicario general en el área católica, aunque subsisten en la iglesia anglicana.
[2] Phillpotts emplea aún el diptongo inicial de la raíz griega δεινός. Este arcaismo fue común hasta entrado el siglo XX.
[3] Género hoy considerado nomen dubium al que también hace referencia en El archidiácono y los dinosaurios. Se trata de un saurópodo al que se llegó a tener por gigante entre los gigantes y hoy se considera sinónimo del apatosaurio (antes brontosaurio).
[4] Incluye también al ictiosaurio que, como sabemos, no es un dinosaurio sino un saurio marino, y hacia el final del relato menciona también al megalosaurio. Debemos tener en cuenta que, cuando en 1870 Cope y Marsh comienzan su “guerra de los huesos” sólo se conocían en Norteamérica 18 dinosaurios diferentes.
[5] Jean-Jacques Poech pensó que los que había hallado él en 1859 pertenecían a un ave gigantesca. Diez años después Philippe Matheron descubre otros junto al hypselosaurio (que creía un cocodriliano en lugar de un saurópodo) y duda si serían de éste o de ave; P. Gervais los atribuyó a una gran tortuga en 1877.
Publicado por Charlie Charmer en 10:09 0 comentarios
Etiquetas: Relatos
Suscribirse a:
Entradas (Atom)