Plumas al viento (Charlie Charmer) (y II)
Resumen de lo publicado: Ricardo, el richardoestesia, ha acudido junto a sus amigos paronychodones a una competición de saltos al vacío donde se mueve gran cantidad de dinero en apuestas. Pero Ricardo en realidad sólo es un bocazas que no sabe volar y todo se le ha ido de las manos...
- Olvídate... de ese cobarde –dijo Julito con la lengua colgando por la comisura izquierda de la boca, interrumpiéndose constantemente con sus jadeos-. Ya nos encargaremos de él… cuando se le ocurra volver al pueblo.
Gustavo le miró con los ojos aún inyectados en sangre y el rostro pálido como la caliza.
- Tienes mala cara –apreció Julito.
- El tabaco... coff, coff… tengo que dejarlo pero ya... -apenas pudo terminar la frase, echándose mano a la boca del estómago, llevado de una náusea entre aquellas toses convulsas- coff, coff.
- Si tienes que potar, por mí no te cortes –dijo Julito sacándose la chorra junto al arcén para vaciar la vejiga-. A mí también me tocó echar la papilla antes, cuando se me ocurrió acercarme al chamizo que hace las veces de urinario en la entrada. Te aseguro que hay que estar muy desesperado para meterse ahí.
Los paranychodones arquearon las cejas y cruzaron una mirada cómplice. El regreso al circuito fue bastante más lento que la huida, no tanto por el agotamiento físico de Gustavo como por el temor a volver a encontrarse cerca de la porra y las púas del struthiosaurio. Cuando llegaron junto a la caseta, Julito golpeó a poca distancia del picaporte un par de veces con los nudillos.
- Ocupado –dijo un vocecilla desde el interior.
Gustavo hizo una seña a su amigo para que se apartase y, de una certera patada, hizo saltar los pernios por el aire, echando la puerta abajo. Pero el hedor era tan intenso que tuvo que echarse a un lado para vaciar su ya revuelto estómago, mientras Julito le sustituía tapándose los orificios nasales con las garras.
- Sal de ahí, capullo. Está a punto de llegar tu turno y todos dependemos de ti.
- No... no lo entiendes –dijo Ricardo levantando la mirada sin mover la cabeza, acurrucado en un rincón-. Dieciocho metros es mucho más de lo que he saltado nunca.
- Pero, ¿qué estás diciendo? ¿No te habías tirado por el barranco de las chufas?
- Sí, pero la pendiente es tan suave que acabé completando el descenso de varias zancadas. Nunca he dado un salto de más de cinco metros y no creo que realmente haya planeado jamás.
- Pero, bueno, y ¿por qué no lo aclaraste antes?
- Estaba todo el mundo tan excitado que me sabía mal desilusionaros.
- Bueno, todo eso ahora ya da igual –dijo Gustavo, que había recuperado un poco el color después de echar el desayuno-, tú vete para allá, salta y ya está.
- Es que no estabas aquí y no te has enterado –trató de aclararle Ricardo, apretando más fuerte las piernas entre los brazos, hecho un ovillo.
- Me he enterado de sobra. O te vas a la pista echando ostias y saltas o te tiro yo. Abre las alas en cuanto estés en el aire y procura no matarte. Con que pases esta ronda tenemos suficiente.
- Gustavo tiene razón –dijo Julito-. El viento ahora juega a tu favor, sopla desde abajo con fuerza. Antes ha saltado un pterosaurio diminuto al que el viento ha devuelto al punto de partida tan pronto que ha sido eliminado. Nosotros somos mucho más pequeños que esos azdárquidos. Eso debe ser una ventaja, ¿no crees?
- Pero, pero...
- No hay peros que valgan. Vamos, ya que tienen que estar a punto de llamarte.
Los paronychodones agarraron por las sisas al richardoestesia, sacándolo a rastras del excusado. Atravesaron el aparcamiento a toda velocidad, temiendo encontrarse de nuevo con el guarda, pero fue una ambulancia medio destartalada la que se los habría llevado fácilmente por delante si la sirena no hubiera anunciado su presencia chillando desbocada, girando sobre su eje mientras proyectaba un haz de luz anaranjada por todas partes. Los celurosaurios se echaron a un lado y el vehículo prosigió su agitada marcha, con la mala fortuna de meterse de lleno en un enorme bache que puso a prueba los amortiguadores y acabó por abrir la portezuela trasera. Uno de los enfermeros se apresuró en volver a cerrarla, pero Ricardo tuvo tiempo de comprobar el lamentable estado del pterosaurio cuyos restos viajaban sobre la camilla, completamente desmembrados, tiñendo de rojo las sábanas.
En un quiebro, el richardoestesia se soltó de sus captores y echó a correr, pero pronto fue alcanzado. El resto del camino lo hizo arrastrado por los pies por sus paisanos. Llegaron a la pista justo cuando el locutor le presentaba:
- Y la novedad de este año es que tenemos a un auténtico dinosaurio entre nosotros. Por supuesto, un dinosario no aviano, pues otra cosa atentaría contra el reglamento. Si quieren ver a un celurosaurio destriparse contra los peñascos, les sugiero que continúen atentos a la pista… -los plesiosaurios, que llevaban un rato ocupados en dar caza a un calamar que se había despistado, regresaron inmediatamente a su puesto de observación.
- Noooo. Dejadme, cabrones, dejadmeeee –se quejó Ricardo, clavando las uñas en el suelo, hiriendo la tierra sin obtener a cambio más que unos largos surcos que le seguían, serpenteantes.
- Se trata de Ricardo… Esteso, juajuajua. Juro que no es otra de mis bromas. Ricardo Esteso, un richardoestesia de metro y medio de envergadura y un escueto historial que, asegura, ha dado un par de brincos en un montículo de su pueblo. La diversión está asegurada. Vamos muchacho, levántate del suelo y pórtate como un saurio… jajaja –la risita que había provocado el nombre del competidor entre muchos sectores del público se convirtió entonces en cachondeo generalizado-. Claro, es eso. No es más que un saurio, amigos, su sitio está ahí, arrastrándose sobre la tierra.
Los paronychodones se agacharon junto al foco de todas las burlas.
- ¿Es que no les estás oyendo, mamón? ¿Vas a consentir este escarnio de tu especie? ¿Qué eres, una mierda de eusuquio o un saurio?
Ricardo no contestó, pero aflojó la presa contra el suelo. Dejó de llorar como una niña y se incorporó lentamente sobre las rodillas. Los paronychodones le soltaron, permaneciendo lo suficientemente cerca para volver a agarrarle si era necesario.
- Eh, un momento –dijo el presentador-. Parece que nuestro amigo se ha enfadado y quiere demostrarnos algo... Seguramente, la ley de la gravedad –abajo, los plesiosaurios golpeaban las olas con sus aletas, presa de la excitación.
El comentario y las risas con que el público le correspondió acabaron por enervar al richardoestesia, que se puso en pie. Mientras sus acompañantes se reintegraban a la masa una vez cumplida su misión, se acercó lentamente al borde del escarpe y colocó los pies paralelos en el límite. Fue entonces vio las rocas al fondo, rodeadas de bivalvos y líquenes, afiladas como los dientes de un betasuchus. En su anterior visita a la pista no había llegado tan lejos y pensaba que, al final de la caída, lo que le esperaba sería el mar, que podría dejarle malherido pero daba cierto margen a su supervivencia. Tenía la idea preconcebida de que los peñascos se reservaban a las categorías superiores. Sintió unas ganas irrefrenables de darse la vuelta y salir corriendo, pero fue incapar de mover un solo músculo, estaba completamente paralizado.
Absorto en la distancia que le separaba del fin, que habría deseado que fuera aún mayor para arrancar unas décimas de segundo adicionales a la existencia, no lo vio llegar. Ni siquiera se percató del grito mudo del respetable, observando con el corazón encogido como aquel judas malnacido se abría paso entre la turba para emprender la carrera con los brazos extendidos hacia el que le había tenido tanto tiempo por su amigo.
Una cosa era que aquel dinosaurio prepotente se precipatara al vacío por cabezonería propia y otra que nadie le obligara o, menos aún, le empujara literalmente. Solo una vez, en toda la historia del campeonato, había sucedido algo parecido aunque de mucha menor gravedad. El padre de un pterosaurio manco fue detenido por las autoridades al cogerle intentando extorsionar al niño con retirarle la paga si no saltaba. Acusado del delito de coacciones tipificado en el artículo 434 del Código Penal Deportivo, con la agravante de la minusvalía de su vástago, fue condenado a seguir entregándole su asignación mensual desde la cárcel durante los siguientes doce años. Algunos criticaron el rigor del tribunal, pero lo cierto es que no se volvió a dar un caso similar tras aquella condena ejemplar.
Gustavo aceleró el paso las últimas zancadas. No estaba dispuesto a esperar a que aquel miedica se arrepintiera. Llevado por su envenenado impulso, resbaló con la gravilla de la pista, a la que las pisadas plantígradas de los azdárquidos estaban más que acostumbradas, pero poco aptas para dinosaurios digitígrados, y la inercia le lanzó despedido por el margen derecho del escarpe donde terminaba la rampa, sin siquiera rozar a Ricardo, que contempló atónito como el paronychodon daba varias vueltas de campana en el aire hasta chocar con un saliente del promontorio que le proyectó con fuerza hacia el mar. El cuerpo describió una parábola perfecta y aterrizó sobre el grupito de plesiosaurios, despachurrando a uno en el acto.
- Bueno –resonó la voz del comentarista a través de la megafonía-, pues parece que ha quedado demostrado de una vez por todas que los dinosaurios no avianos no pueden volar –el público le contestó con una obscena carcajada-. Y vayamos ya con el penúltimo competidor, el veterano Froilán Zado…
Uno de los jueces ayudó a Ricardo, todavía bastante afectado por cuanto había sucedido, a retirarse de la pista y le acompañó hasta la pequeña tribuna desde donde la organización controlaba el desarrollo del campeonato. El secretario del tribunal levantó su cabeza en forma de flecha, se rascó el cuello con el raquis de la pluma y miró al celurosaurio con una mezcla de estima y conmiseración.
- Felicidades, señor Esteso, ¿Va a competir en la siguiente categoría?
- ¿Perdón? No le comprendo. Si no he saltado…
- Vamos a ver lo que dice el acta… sí, aquí está “dinosaurio no aviano realiza un salto poco ortodoxo y pasa al siguiente nivel”.
- Pero, ése no era yo… y además, se estrelló contra el fondo.
- El reglamento indica que superará la prueba el competidor que consiga planear sin chocar contra las rocas o el mar. En tanto solo ha habido un dinosaurio inscrito en esta categoría y, tras un casi imperceptible planeo, no ha golpeado a ninguna piedra ni al agua, sino a un especímen que, por otra parte, no debería haber estado ahí, puesto que hay carteles que lo prohíben distribuidos por todos los alrededores, la única conclusión válida es que Ricardo Esteso ha superado la prueba. Si no está de acuerdo con la resolución del tribunal, tiene diez días para recurrir ante el Tribunal de Arbitraje Deportivo...
Como pueden imaginar, el pueblo recibió al héroe de Montmeló con todo el boato y fanfarria de que era capaz. Los festejos por la gesta se prolongaron durante varios días y le dieron su nombre a la escuela tras adecuar sus instalaciones con el dinero obtenido por las apuestas. Nadie echó de menos a Gustavo y, por lo que se refiere a Julito, se encargó de difundir los detalles de la hazaña de Ricardo minuciosamente entre sus convecinos, a los que, con gusto, explicaba una y otra vez cómo había aguantado el tipo hasta el último momento, como se arrojó sin dudar desde lo alto del risco, con los ojos cerrados, sin dejar de pensar un instante en la educación de los niños del pueblo, cómo su espíritu intrépido le impulsó sobre las nubes y como refulgía el sol a través de sus plumas cuando se posó, majestuoso, en la tierra.
Sin embargo y pese a los muchos requerimientos de que fue objeto, el laureado richardoestesia rehusó abrir una escuela de aviación para los jóvenes del lugar, a los que siempre aconsejó que mantuvieran las patas bien sujetas a la tierra. Y lejos de perpetuar su fama con nuevos desafíos, aprovechó el éxito para retirarse con la auréola de campeón. Dicen que no volvió a saltar ni los charcos.
CHARLIE CHARMER
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