Psico Trópico (Charlie Charmer) (I)
Basilio se levantó sudando como un pollo. En principio, esto no tiene nada de extraño, puesto que era un pollo, concretamente un yungavolucris adolescente de anchos pies palmeados. Pero sus reacciones físicas tenían bastante poco de naturales, ya que debían casi todo a la química. Las alas le temblaban y notaba un picor que le ascendía desde la cola a lo largo de la espalda. Tenía la lengua seca y pastosa, y los ojos, desorbitados, le escocían como si le hubieran orinado dentro. Vomitó el desayuno y subió por las escaleras dando bandazos en busca del gurú. Pero allí solo estaba Patapalo, el lectavis cojo, que se había vestido con una bata de andar por casa que parecía poco adecuada para el sofocante clima tropical. Realmente era un bicho raro –pensó Basilio, comprendiendo que el gurú le hubiera dejado aquel pequeño cuartucho como dormitorio, mientras los demás debían compartir los suyos con no menos de cuatro compañeros.
- ¿Viste a Patoruzú? –preguntó Basilio.
- Lo que veo es un pato mareado.
- Sos un boludo. Sigo sin entender cómo el gurú te dejó entrar en la comuna, por más que te tallaras esa falsa pata de yungavolucris para sustituir la que se te comió el noasaurio.
Patapalo sonrió, con la mirada perdida, y Basilio volvió a bajar al piso inferior. Por más que preguntó, nadie en “La Patera” le pudo aclarar dónde se había metido el gurú. Aunque debe aclararse que la mitad estaban tan colocados que aunque le hubieran tenido delante no habrían podido dar testimonio de ello.
“La Patera” era el nombre con que el gurú había bautizado aquella fábrica abandonada cuando la okuparon. Era un buen nombre, teniendo en cuenta que sus inquilinos era aves patagónicas, que se autodenominaban “patos” en su argot. Pero estos patos no eran unos okupas cualquiera. Se trataba de la flor y nata de la intelectualidad patagónica. Liderados por el filósofo y biólogo Mampato González, alias “Patoruzú” y asqueados por el inmovilismo y la apatía (nada que ver con los patos) reinante en su sociedad, emigraron al campo, decididos a llevar una vida más plena y respetuosa con la naturaleza, donde podrían desarrollar sus capacidades sin cortapisas ni tabús. Como era de esperar, en poco tiempo el sexo libre y las drogas se convirtieron en el único objetivo del grupo.
Como no pudo encontrar por ningún lado a quien buscaba, Basilio salió a tomar el aire, a ver si se le pasaba el mareo. Entonces vio abandonar el granero a Patoruzú, con las plumas llenas de suciedad, tarareando feliz aquello de “Mi Buenosauria queriiida…”. Tras él, salieron tres hermosas yungavolucris riendo como tontas y sacudiéndose la paja de todo el cuerpo.
- Gurú, te andaba buscando.
- ¿Es que no sabes que los patos andan con las patas?
- Ya… -las risitas de las tres se hicieron aún más estridentes-. He tenido un mal viaje. Necesito tu ayuda.
- Puuucha. No se os puede dejar solos. Anda, vamos a dar un paseo y me contás.
La alucinación de Basilio tenía un inquietante tono apocalíptico; era comprensible su excitación. El enfriamiento del planeta había acabado reduciendo al mínimo la vegetación, con lo que los grandes saurópodos e incluso los hadrosaurios terminaron pereciendo de inanición o de sobredosis, al tener que recurrir a la ingesta masiva de angiospermas saturadas de alcaloides, como las que cultivaban en “La Patera”. Tras un breve periodo de éxtasis, los carroñeros y el resto de los carnívoros, que tuvieron que asimilar su dieta a la de aquellos, se quedaron sin su sustento. El canibalismo fue la solución final, acelarando la extinción. Tan solo las aves lograron sobrevivir, cazando insectos y volando de un lado a otro en busca de un poco de calor.
Patoruzú le explicó que todo era consecuencia de su etapa de estudiante junto al profesor Trappa. Basilio le había contado en alguna ocasión que, a raíz de los datos que le facilitó el doctor Hurtado sobre la situación en las antípodas cuando depuraron su teoría del desplazamiento continental, Pascual Trappa había comenzado a trabajar en una nueva tesis, especulando con la posibilidad de que se estuviera produciendo un enfriamento global progresivo.
Pero la pesadilla de Basilio no terminaba ahí. Cuando, en su delirio, creyó posarse en la tierra, comprobó que ésta había sido repoblada por los mamíferos que, al comprobar la desaparición de los grandes depredadores saurios, salieron de sus madrigueras protegidos del frío por su pelo. Sin otro rival en aquel nicho vacío, habían progresado hasta hacerse enormes, imitando a los dinosaurios. Así, había gigantescos mamíferos con cuernos como los triceratops, otros con largos cuellos como los titanosaurios y fabulosos depredadores peludos de enormes fauces como los terópodos. Sin embargo, todos ellos eran cuadrúpedos… salvo un misterioso ejemplar que había logrado erguirse sobre sus extremidades posteriores, el más espeluznante de todos. Como apenas tenía vello, arrancaba la piel al resto de especies para cubrirse. Su mera visión hizo a Basilio despertar de su trance.
- Esa parte no la entiendo del todo, aunque supongo que tiene que ver con los crueles cuentos infantiles que tienen a un celéstide como protagonista –intentó explicar Patoruzú.
- Puede ser… nunca me gustaron esos cuentos.
- Sin embargo, vos sabés que si esas alimañas se ven obligadas a sobrevivir escondidas bajo tierra es precisamente por su extrema debilidad. Dicen que sus crías nacen a medio formar, completamente dependientes y tan frágiles que han de mantenerse con secreciones del cuerpo de sus progenitores. Pucha, lo extraño es que aún no se hayan extinguido.
Las palabras del gurú fueron sabias, como siempre, y el joven yungavolucris se sintió bastante reconfortado.
- Ese tipo de viajes son habituales cuando se ingieren demasiados alcaloides. Creo que deberías reducir las dosis o te dará un patotús y acabarás patodifuso –con este término, el gurú quería decir que podía perder el control de la realidad.
- Tienes razón. Así lo haré.
Un grito desgarrador interrumpió su conversación. Parecía provenir de la planta superior. Patoruzú y Basilio corrieron hacia el interior de “La Patera”, donde encontraron a Clodomiro Skinner, el famoso psiquiatra, interrumpiéndoles el paso en medio de la escalera.
- No subáis. Es horrible…
María, la doctora en farmacia que se encargaba de preparar los alcaloides para su consumo, había sido apuñalada repetidamente mientras se duchaba. Todos lamentaron su pérdida, por diversos motivos, pero sobre todo porque no había dosis más que para una o dos semanas y nadie más sabía cortar adecuadamente la droga. El gurú convocó a su gente con carácter de urgencia. Salvo Horacio, el sociólogo, que llevaba tres días sin mover un músculo colgado boca abajo de una rama bajo los efectos de los estupefacientes y Patapalo, que estaba ocupado tallándose otra prótesis, pues la vieja se le había partido al dar un mal paso, todos acudieron puntuales. Cuando estuvieron reunidos, Patoruzú cedió la palabra a Clodomiro.
- Queridos camaradas: No es mi intención asustaros, pero me veo obligado a preveniros. Tenemos a un auténtico psicópato entre nosotros.
- ¿No seré yo, Clodo? –preguntó Basilio, bastante preocupado por su salud mental tras su demencial viaje apocalíptico.
- Cualquiera puede ser. Podés ser vos, puedo ser yo… Es importante que estemos atentos. Se trata de un sujeto incapaz de empatozar con los demás, algo poco propio de un pato, pero no tiene porqué tratarse de alguien antipático, eso no es más que un clisé. No obstante, si presenciáis cualquier comportamiento extraño, os ruego que me lo hagás saber.
- Claro, y si podés ser el psicópato ¿cómo vamos a confiar en vos? –dijo Ana, que nadie se explicaba que tuviera cuatro licenciaturas.
- No seas boluda, era un decir. Me lo tenés que decir porque es mi laburo. Soy el único psiquiatra de la comuna y, por tanto, el que mejor puede valorar si una conducta no es patológica (en argot, el término significa justamente lo contrario que en lenguaje común, es decir: “sano, que sigue la lógica de los patos”).
Aunque, aparentemente, en pocos minutos la rutina volvió a “La Patera”, en el ambiente flotaba una extraña sensación que impedía a sus inquilinos desarrollar sus actividades con normalidad. La desconfianza se había instalado entre los patos. A excepción de Horacio, que seguía colgando de su rama en estado vegetativo, todo el mundo miraba a los demás por encima del hombro. Incluso la tradicional sesión de teatro vespertina fue cancelada, ya que los actores no eran capaces de concentrarse. De modo que, por primera vez desde que inauguraron el centro, aquella noche todos se acostaron antes de medianoche. Eso sí, nadie fue capaz de pegar ojo, pensando que sus compañeros de habitación podían ser asesinos en potencia.
Un grito espeluznante rompió el silencio a eso de las cuatro de la madrugada. Cuando lograron iluminar la casa (en esos momentos, todos se arrepentían de haber llevado a rajatabla su decisión de “volver a la naturaleza”, prescindiendo de la electricidad), pudieron ver aterrados como un cuerpo sin cabeza bajaba rodando las escaleras y salía corriendo por la puerta principal, desmoronándose a los pocos metros.
- ¡Un pollo sin cabeza! –gritó Ana, aunque nadie necesitaba de su descripción para comprender lo que estaba sucediendo.
Tras las subsiguientes pesquisas para averiguar el paradero del resto del decapitado, los encontraron finalmente en el servicio, sobre la tapa del inodoro.
- ¡Mercedes! –gimió Clodomiro-. Finalmente me hiciste caso y sentaste la cabeza…
El humor negro es consustancial a los patos. Ellos aseguran que es el mejor modo de no volverse loco. Pero, evidentemente, había alguien allí al que ya no le serviría de mucho.
(Continuará...)
CHARLIE CHARMER
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