Para qué seguir (Charlie Charmer)
Cerró los ojos para evitar marearse y dio el último paso al frente. El viento le hacía dar bandazos a un lado y otro, en el borde del precipicio, y podía escuchar abajo, a lo lejos, el crepitar de las olas estrellándose contra las rocas. Había llegado al final del camino.
Siempre pensó que eso ocurriría mucho más tarde. Esa misma mañana, al levantarse, se dijo a sí mismo que no tenía porqué hacerlo ese día por más que lo hubiera planificado así. Pero luego entendió que, al final, el resultado iba a ser el mismo. Para qué retrasar lo inevitable…
Un graznido cercano le asustó y perdió el equilibrio. Le habría gustado haber sido él quien tomara impulso y diera aquel paso final, aunque posiblemente sin aquella repentina ayuda jamás hubiera sido capaz de hacerlo.
Dicen que mucha gente, en los últimos momentos de su vida, ve desfilar ante sí toda su existencia, como una suerte de resumen comprimido en unos pocos segundos que se dilatan de un modo antinatural, a modo de despedida. Pero Jorge no era capaz de recordar más allá de los últimos cuarenta minutos.
La doctora le había felicitado por su “pronta recuperación” al quitarle la escayola y el collarín. En realidad, no era un diagnóstico muy acertado. No es que no conociera su oficio, es que hay otro tipo de heridas que no se ven ante las que los médicos tienen poco que hacer.
En cualquier caso, la noticia era positiva. Jorge había decidido terminar con aquella situación de una vez por todas, pero en la ciudad no había suficiente intimidad y, por otra parte, no quería dar un espectáculo. Ahora, al menos, podía conducir. Según salió de la consulta, se dirigió al aparcamiento. Para qué esperar.
La carretera de la playa arrancaba en la Avenida Herrerasauria, al Norte de la capital, y serpenteaba entre coníferas y cicadáceas hasta Pinilla del Mar, donde los más acomodados gozaban de una segunda residencia. Jorge llevaba tanto tiempo sin coger el coche que, cuando veía venir un mosquito, no podía evitar abrir la boca antes de comprobar cómo se acababa aplastando contra la luna del parabrisas.
Dejó el vehículo junto al puerto y anduvo un rato por el paseo marítimo hasta llegar a la playa rudista que solía frecuentar. No es que la gente se bañara en pelotas, sino que estaba flanqueada por arrecifes de hippurites [1], a los que acudían multitud de pececillos atraídos por la abundancia de ostrácodos y la tranquilidad que ofrecía al resultar una zona de difícil acceso. El brillo pardo amarillento de las zooxantelas que cubrían a los rudistas como un bosque en el que iban y venían fugaces con sus vestidos multicolores los actinopterigios era espectacular, sobre todo cuando caía la tarde y el agua se teñía de naranja. Apenas duraba unos minutos, pero valía la pena el viaje. Aunque el motivo del que había llevado a Jorge hasta allí aquella tarde era otro, no quiso perder la oportunidad de disfrutarlo una vez más.
Adelita nunca entendió su pasión por la naturaleza. No es solo que careciera de toda sensibilidad estética. Para ella, todo debía tener un sentido práctico. Por eso le había insistido tanto en que aprovechara la próxima jubilación de su jefe para medrar en la empresa. Así podrían casarse por fin, ella dejaría la mugrenta pensión en la que malvivía junto a su tía y se mudarían a la casita de sus sueños. Y por eso, cuando por fin llegó el momento y, al ser requerido por el gerente para el puesto, le dijo que no se sentía capacitado para sustituirle, ella no fue capaz de digerirlo. Enfurecida, decidió poner fin a su noviazgo atizándole con lo primero que tenía a mano. Para desgracia de Jorge, en ese momento la joven estaba planchando.
Cuando el color desapareció del arrecife y la brisa comenzó a refrescar, tomó un sendero de arena jalonado de cactus y mala hierba que le condujo hasta la base de una empinada loma arbolada. Ascendió sobre un tupido manto de pinocha y gravilla hasta que el suelo desapareció bajo sus pies abruptamente junto al resto de la vegetación que le rodeaba: había llegado a su destino.
Y todo esto era cuanto podía recordar mientras caía por el acantilado hacia las rocas, donde se rompían cada vez con más furia las olas, pues había empezado a subir la marea. De manera que acabó con el repaso existencial mucho antes de lo que habría tardado cualquier otro. Sin embargo, Jorge ya había hecho balance, así que empleó el valioso tiempo que restaba en lo que creyó más práctico, dada la situación: recordar experiencias anteriores similares.
Su madre solía amonestarle por ser tan atolondrado y le decía que andaba perdido en las nubes, que se distraía con el vuelo de una mosca. Es posible que algo de razón no le faltara pero, por bajo que cayera, siempre lograba remontar.
Quizá el lector encuentre poco adecuado enredarse en este tipo de reflexiones cuando uno está cayendo en picado a toda velocidad en dirección al rompeolas. Sin embargo, eso es precisamente lo mejor que Jorge podía hacer. Lo único que necesitaba era un poco de confianza en sí mismo para abandonar el mundo terrenal y elevarse hasta las alturas a disfrutar de la paz celestial.
Inspiró profundamente y extendió las extremidades contra el viento a la vez que elevaba la cabeza en dirección al sol. La suerte estaba echada.
Antes de que le quitaran la escayola ya había estado tentado un par de veces de tirarse pero, afortunadamente, el sentido común se había acabado imponiendo. Por fortuna, los huesos ya habían soldado bien y, aunque algo faltos de tono, sus músculos eran jóvenes.
La sombra del enantiornites [2] se fue haciendo pequeña sobre el acantilado mientras ascendía orgulloso entre cirros rasgados a rastrillo sobre la atmósfera y esponjosos cúmulo-nimbos entre los que los rayos del sol jugaban al escondite. Adelita, la culpable de todos sus males, ya era historia, y él, de nuevo, podía echar a volar.
Cuando se cansó de surcar los aires, regresó junto a la orilla del mar. El murmullo que traían las olas, la alegría de los peces brincando sobre la espuma y la delicada suavidad con que le acarició la arena al posar sus patas terminaron de llenarle de paz y recargarle de energía positiva. La inmensidad del océano le ayudó a olvidar las mezquindades del mundanal ajetreo, poniéndole en contacto con una realidad anterior, sempiterna e inmutable.
A Jorge le gustaba pasear por la orilla, dejar que las olas se acercaran como un niño travieso a salpicarle y se alejaran nada más tocarlas. Agradecido por la visita, el océano siempre le dejaba algún regalo escondido. Rebuscaba con el pico en la arena hasta dar con la sorpresa, a veces un pequeño molusco, otras un pececillo, incluso una vez le agasajó con un puñado de huevos de tortuga.
Lo que trajo la marea aquella tarde no se lo podía llevar volando. De lejos, le pareció una roca, aunque el acantilado estaba a bastante distancia. Según se fue acercando, comprendió que aquella forma tan caprichosa no podía corresponder a un mineral. Parecía una rueda de camión abombada y tenía el interior dividido en segmentos concéntricos que avanzaban en espiral hasta desembocar en una abertura cavernosa que emanaba un olor indicativo de que, en algún momento, alguien había morado en su interior. En homenaje a su valiente recuperación, el Tetis le iba a ofrecer un banquete especial, encerrado en aquel espléndido envoltorio. Metió la cabeza en la oscuridad y comenzó a picotear a ciegas en busca del ansiado trofeo. Tras varios picotazos al interior de la dura concha, por fin dio con algo blando y gelatinoso.
- ¡Eeeeh! Pero, ¿qué haces, animal? –dijo un cefalópodo que triplicaba en tamaño al enantiornites, saliendo repentinamente del interior.
- Lo… lo siento, no pensaba que pudiera haber nadie vivo dentro –intentó justificarse el ave, sacudiéndose la tierra, al incorporarse tras dar varias vueltas de campana proyectada desde la caracola-. ¿Quiere… quiere que vaya a buscar a alguien para que le ayude a volver al mar?
- No, gracias.
- Pero aquí va a acabar deshidratándose. O puede que aparezca algún gran saurio y se lo meriende.
- A eso estoy esperando. Pero que sea uno grande, porque tú, picotazo a picotazo, ibas a tardar una eternidad.
- Pero… ¿por qué? Hace una tiempo estupendo, la vida es maravillosa…
- Será para ti. Claro, cuando eres joven todo es de color rosa. Por difíciles que sean tus circunstancias, el futuro aún no se ha materializado y por eso resulta prometedor. Tras una vida luchando contra las injusticias, comprendes que no has hecho sino perder el tiempo y lo único que esperas es formar pronto parte de ese pasado que tanto te pesa.
- Nunca se pierde el tiempo peleando por lo que uno cree justo…
- ¿Tú crees? Si pudiera volver a empezar, viviría sin ambiciones, disfrutaría de lo que me rodea del modo más vegetativo posible, como muchos de mis alumnos.
- ¿Es usted profesor?
- Lo era, hasta que me despidieron.
- ¿Por qué le echaron?
- Por tratar de abrir los ojos a mis alumnos. Para mí, la educación no se limita a enumerar accidentes geográficos: “♫El Archipiélago Europeo está bañado por el océano de Tetis, que le separa de Groenlandia al Norte, Appalachia y Laramidia al Oeste, Gondwana al Sur y Asia al Este ♫” -canturreó- Eso lo pueden encontrar en cualquier libro.
- Sí. Yo también lo cantaba en el colegio…
- Y también habrás oído llamar al Tetis “Mediterráneo”.
- Pues… sí.
- En algunas zonas al Sur del archipiélago lo llaman así para subrayar su posición privilegiada en el centro de la tierra. Sin embargo, en el extremo opuesto del planeta existe un país llamado Zhongguo, que en su idioma quiere decir “el país del centro”, lo que ilustra sobre que, también en materia geográfica, todos nos consideramos el ombligo del mundo. Por ejemplo, ¿cuál es la isla más importante del Europa?
- Iberoarmórica, claro –contestó Jorge sin pestañear.
- Bueno, ciertamente es la más grande. No cabe duda de que Haţeg, Apulia, Pelagonia, Taurus, Brabant, Moesia, Voronezh o Tisia tienen una superficie mucho más reducida. Pero tal vez te has dejado llevar por la circunstancia de que es el lugar donde vives… ¿Cómo crees que responderían a la pregunta un haţeguiano o un apulio?
El enantiornites no se había planteado nunca las cosas bajo ese prisma. La vida resultaba más cómoda si uno no tenía que dudar de que cuanto había aprendido podía ser de otra forma. Pero tampoco comprendía que cuestionar las convenciones de ese modo pudiera llegar a ser considerado algo tan grave.
- Vale. Los saurios somos egocéntricos. Pero ponerlo de manifiesto no me parece motivo suficiente para expulsar a nadie.
- ¿En qué periodo histórico estamos? –preguntó el ammonites sin dar tiempo de reacción a su interlocutor.
- En el Cretácico… ¿no?
- Sí, señor. Concretamente en el periodo Maastrichtiense, que recibe su nombre del Tratado de Maastricht, por el que se creó la Unión Europea. Tal vez debería bastarte buscar en un mapa dónde está dicha localidad para comenzar a dudar que Iberoarmórica sea la isla más importante del archipiélago. A las élites les encanta ese pobre orgullo que genera ciegas ambiciones llamado patriotismo, porque les permite manejar la masa a su antojo. Aunque pudiera parecer otra cosa, también en Maastricht lo utilizaron para deslumbrarnos asegurando que, vertebrados por nuestro acervo común, juntos seríamos capaces de llegar a metas insospechadas.
- De acuerdo. Tal vez Iberoarmórica no sea la isla más importante del archipiélago…
- Tampoco importaría mucho si la Unión supusiera la igualdad de derechos y oportunidades, pero se edificó sobre una base meramente económica, relegando para más adelante el sustrato democrático del que todas las decisiones deberían haber partido. No fuimos capaces de ver los oscuros intereses que movían los hilos de las instituciones recién creadas y, cuando quisimos darnos cuenta, no había resquicio alguno para el control y la participación ciudadana. Fuimos víctimas de los especuladores y la corrupción campó a sus anchas hasta convertir a los gobiernos en títeres de los banqueros…
- Creo que empiezo a entender… Pero, aunque sus expectativas profesionales hayan sido truncadas, hay más razones para seguir. Seguro que tiene una ammonites que le espera en casa –el cefalópodo negó con la cabeza- o amigos…
- Dedicaba todo mi tiempo libre a preparar las clases y nunca tuve tiempo ni ganas de formar una familia o cultivar una amistad. La enseñanza era mi vida. Por eso ahora estoy tirado en la arena esperando la llegada de un carnívoro que acabe con mis problemas de un bocado.
Como si le hubiera escuchado, tras unas rocas envueltas en la espuma que arrojaba el mar surgió un descomunal arcovenator [3], aunque de aspecto algo famélico, escupiendo pedazos de las algas con los que había intentado romper el ayuno. Al verles, emprendió la carrera con la lengua colgando lasciva entre los dientes. Jorge emprendió el vuelo y el profesor volvió al interior de su concha, que el depredador agarró con las mandíbulas, agitándola con violencia en el aire para tratar de expulsar a su inquilino.
- ¡Socorrooo! ¡Ayúdame! ¡Ya no quiero morir…!
El terópodo encajó la concha de canto entre el maxilar y la quijada, apretando con todas sus fuerzas aún a riesgo de lastimarse alguna pieza dental. Pero el molusco terminó escurriéndose y salió disparado hacia la arena. Aunque el golpe atontó al ammonites, Jorge pudo ver sus tentáculos progresar bajo la concha, tratando de incorporarse. La sombra de la robusta pata del abelisáurido alertó al ave de sus intenciones. En caso de que no consiguiera quebrar el refugio del cefalópodo, el impacto seccionaría los miembros que asomaban. Sin pensárselo dos veces, se lanzó en picado contra el rostro del atacante, acertándole de lleno en un ojo. La bestia dejó escapar un espeluznante gruñido de dolor y se desentendió del molusco para perseguir al enantiornites, que procuró alejarle hacia el rompeolas por el que le había visto llegar. Tuerto y dolorido, el arcovenator resbaló en las aristas y cayó entre las piedras varias veces. La última resultó malherido al golpearse en las costillas con un pico afilado.
Al regresar donde le había dejado, el intrépido pajaro no pudo encontrar al profesor. Tal vez no recordase bien el sitio… o puede que el depredador no cazara solo. Por si acaso, aleteó hasta ascender a una altura prudente. Entonces oyó una voz a lo lejos:
- ¡Aquí! ¡Aquí, en el mar!
Por si el arcovenator terminaba recuperándose, decidieron continuar con su conversación sin acercarse demasiado a la costa. El ammonites aseguró a su nuevo amigo que se le habían pasado por completo las pulsiones suicidas y que estaba dispuesto a luchar por el reingreso, buscándose un buen abogado.
Tras las despedidas, Jorge levantó el vuelo y se elevó por encima de las nubes. Tal vez la estaba forzando un poco para ser el primer día sin la escayola, pero el ala respondía a la perfección. La Luna brillaba entre millones de estrellas titilantes sobre el firmamento haciéndole sentir infinitamente pequeño y, por encima de todo, vivo.
CHARLIE CHARMER
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[1] También llamados rudistas. Moluscos bivalvos extintos (el resto de especies mencionadas en el párrafo han sobrevivido) que se anclaban al fondo del mar.
[2] Las enantiornites son aves más derivadas que los archaeopteryx, con la escápula y el coracoides colocados en dirección opuesta a los de las aves modernas.
[3] Abelisáurido (grandes terópodos de extremidades posteriores robustas y anteriores vestigiales) de 5-6 metros, común en Iberoarmórica en el Cretácico Superior.
4 comentarios:
Me gusta que las dos temporalidades se entrecrucen. ¿ Han leído a Italo Calvino quizás?
Confieso que me quedé en Calvin & Hobbes, pero me lo apunto para la próxima visita a la biblioteca
Calvin y Hobbes TAMBIÉN es muy bueno, su Calvinosaurus es fundamental.
El relato de Calvino ( vaya sincronismo) que recomiendo se encuentra en un libro llamado "Las cosmicómicas"
Saludos.
Hummm, ¡vaya!
Esa referencia me ha ayudado a concretar la búsqueda en el catálogo de la biblioteca y el resultado me ha sorprendido tanto que creo que tendrás noticias de Calvino en un futuro cercano en nuestro -vuestro- blog.
Muy agradecido,
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