Los mundos prehistóricos de Miguel de Unamuno
Todos conocéis a Miguel de Unamuno (1864-1936), escritor, filósofo existencialista, rector de la Universidad de Salamanca, diputado durante la II República, siempre instalado en la duda, siempre controvertido, autor de frases lapidarias como “¡Que inventen ellos!” o “Venceréis pero no convenceréis”. Pero, seguramente, lo último que se os pase por la cabeza al hablar del autor son los dinosaurios.
Los fósiles son, tal vez, los objetos en los que más patente se hace el paso del tiempo; dan testimonio de una vida que fue y se extinguió, al tiempo que han perdurado millones de años, por lo que contienen latente la idea de la eternidad. Al pensamiento crítico y libre de Unamuno no podían escapársele estas connotaciones. En esta entrada vamos a ver algunas referencias a la paleontología en la obra de Unamuno y, os anticipo, no son pocas.
Comencemos por varios ensayos de su fundamental En torno al casticismo (1895), como “La casta histórica en Castilla”:
“Al comprender el presente como un momento de la serie toda del pasado, se empieza a comprender lo vivo de lo eterno, de que brota la serie toda, aun cuando queda otro paso más en esta comprensión, y es buscar la razón de ser del «presente momento histórico», no en el pasado, sino en el presente total intra–histórico; ver en las causas de los hechos históricos vivos revelaciones de la sustancia de ellos, que es su causa eterna. Pero entre tanto no nos sea esto hacedero con ciencia, será utilísima e imprescindible la labor de los desenterradores y ajustadores de sucesos históricos pasados, porque es labor de paleontología, luz para enlazar a nuestros ojos las especies vivas hoy y llegar a la continuidad zoológica. Por las causas se va a la sustancia. Sin el paleontológico hiparión no veríamos tan clara la comunidad de la pezuña del caballo y el ala del águila. Y así como la paleontología, capítulo de la historia natural, se subordina a la biología general, así la historia del pasado humano, capítulo de la del presente, se ha de subordinar a la ciencia de la sociedad, ciencia en embrión aún y parte también de la biología. Todo esto es hoy del dominio general, tan corriente que apenas se asienta, pero es, como veremos, letra muerta. Son cosas sabidas de sobra y… Dios te libre, lector, de tener razón que te sobre; más te vale que te falte”.
Y más adelante:
“La doctrina del pacto, tan despreciada como mal entendida por paleontólogos desenterradores, es la que, después de todo, presenta la razón intra–histórica de la patria, su verdadera fuerza creadora, en acción siempre”.
Mientras dure la guerra (2019, Alejandro Amenábar)
En “El espíritu castellano” enfrenta el teatro de Calderón al de Shakespeare:
“El inglés pone en escena a que desarrollen su alma hombres, hombres, ideas vivas, tan profundas cuanto altas las más elevadas del castellano (...) Huesos encerrados en lo vivo por carne palpitante, huesos que admiran los osteólogos y paleontólogos en los dramas sarmentosos de Calderón, y que en Shakespeare están vivos, con tuétano caliente; pero sustentando, ocultos por la carne, la fábrica viva toda de que surgieron, inconscientes a su autor (...) Shakespeare, sabiendo de pobre historia paleontológica tan poco o menos que Calderón, más letrado que él, penetra en el alma de la antigüedad romana por la estrecha puerta de una mala traducción de Plutarco y resucita en su Julio César la vida del foro resonante, mientras Calderón, atado a la historia de su tiempo y de su suelo, apenas se despega de lo transitorio y local”.
En “De mística y humanismo” escribe:
“El punto que en nuestro misticismo separa la ortodoxia de la heterodoxia, es verdadero punto y no muy fijo, es, sobre todo, la protesta de sumisa obediencia a la Iglesia. Negar que ese punto sirviera de transición es querer apagar la luz solar amontonando escombros paleontológicos, echando a los ojos tierra de erudición, con noticias complacientes”.
Veamos ahora otros ensayos en los que desarrolla estas ideas, como “¡Adentro!” (1900):
“Tú mismo eres idea viva; no te sacrifiques a las muertas, a las que se aprenden en papeles. Y muertas son todas las enterradas en el sarcófago de las fórmulas. Las que tengas, tenlas como los huesos, dentro, y cubiertas y veladas con tu carne espiritual, sirviendo de palanca a los músculos de tu pensamiento, y no fuera y al descubierto y aprisionándote como las tienen las almas-cangrejos de los dogmáticos, abroqueladas contra la realidad que no cabe en dogmas. Tenlas dentro sin permitir que lleguen a ellas los jacobinos que, educados en la paleontología, nos toman de fósiles a todos, empeñándose en desollarnos y descuartizarnos para lograr sus clasificaciones conforme al esqueleto”.
En “Sobre la erudición y la crítica” (1905), leemos lo que sigue:
“Todo ello, como se ve, está a la mayor distancia posible de los trabajos de erudición, para los que me siento con poca aptitud y con menor deseo. Teniendo como tengo seres vivos en torno mío, me interesan poco los fósiles y me noto con poquísimas aficiones a la paleontología.Y en la paleontología misma es evidente que hará mayores y más sorprendentes descubrimientos el que conozca bien la zoología, quiero decir, el modo de ser y de vivir de los zoos, de los vivientes, de los animales que hoy respiran y viven. Y es por esto por lo que no me explico que puedan trabajar con fruto en el estudio de los poetas muertos y enterrados y reducidos a esqueleto hace siglos, los que no se interesan ni poco ni mucho en los poetas que hoy viven, y beben, y comen, y respiran, y cantan (...)Y de aquí el fenómeno, nada raro, de que los eruditos de literatura exalten a los escritores arcaizantes, que tejen sus escritos con reminiscencias clásicas y contrahacen la hechura y el aire y el tono de los escritores cuyos huesos blanquean.Y luego estos eruditos paleontólogos y los críticos de su escuela y sus semejantes todos forman una especie de cofradía internacional, se comentan los unos a los otros y se celebran mutuamente sus danzas de la muerte. Constituyen una especie de orden, algo así como una masonería que tiene en los archivos sus logias (...)Escriben una doctísima monografía sobre la doctrina acerca de la Trinidad en este o el otro oscuro teólogo, y ni por un momento les inquietan los terribles problemas que de la consideración del dogma de la Trinidad surgen. Todo se les convierte en curiosidades paleontológicas, y no oyen, a través de los siglos, bramar de dolor o de amor al mastodonte (...)Y ahora paso a tratar de otra cosa, y es de esa legión de hispanistas o hispanófilos extranjeros que, salvo raras y muy honrosas excepciones, no hacen sino despreciarnos a los españoles de hoy, en complicidad con algunos de nuestros paleontólogos de la literatura patria. Para la mayor parte de esos señores que en tierras de Francia, Alemania, Inglaterra, los Estados Unidos, etc., escribe, no de nuetras cosas, sino de las cosas de nuestros tatarabuelos, España acabó en el siglo XVII o el XVIII a lo sumo. Los vivos no existimos para ellos sino en cuanto poseedores de los cachivaches que heredamos de nuestros mayores (...)En la cátedra de Lengua y Literatura castellana de una universidad extranjera se estaba leyendo, traduciendo y comentando, no hace mucho, ¿a que no lo adivina el lector?, las Cartas marruecas, de Cadalso, que ni tú, lector, ni yo, conocemos ni pensamos conocer; una obra perfectamente muerta del todo. Y menos mal que se corren algunas veces hasta Bécquer, Campoamor, Alarcón, Valera y aún a algún otro contemporáneo vivo, sobre todo si le asoman los huesos a flor de piel. Pero, por lo general, se atienen a la paleontología. Y para fósil ahí está Cadalso, de cuya existencia histórica no estoy, por lo demás, muy seguro ni pienso tomarme el trabajo de asegurarme de ella. Tengo en derredor muchos vivos que me interesan, para distraerme en desenterrar muertos que murieron del todo, y para siempre y sin remedio”.
Pero no pensemos que Unamuno despreciase la paleontología. De hecho, le dedicó un poema, Paleontología (1910):
Hay rocas que conservan, alegatosal diluvio anteriores, las señalesque dejaron rastreros animalesde su paso en la tierra. Los estratospedernosos en esos garabatoscomo con grandes letras capitalesnos dicen las memorias ancestralesde sus vidas. El sabio los hiatosde esas huellas supone y con tanteoslogra fijar la alcurnia de una razaque pasó, mas el cielo a los ondeosdel volar de las aves no da caza.En la historia del hombre los rastreosquedan así, no de sus vuelos traza.
Ahora vamos con varios cuentos... En el distópico “Mecanópolis” (El Imparcial, 11 de agosto de 1913) se puede leer:
“Por una explicación que leí en un cartel de la entrada vi que en Mecanópolis se consideraba al Museo de Pintura como parte del Museo Paleontológico. Era para estudiar los productos de la raza humana que había poblado aquella tierra antes que las máquinas la suplantaran. Parte de la cultura paleontológica de los mecanopolitas –¿quiénes?– eran también la sala de música y las más de las bibliotecas, de que estaba llena la ciudad”.
En “El hacha mística” encontramos lo siguiente:
“Era lo que se llama un investigador. Buscaba el misterio de la vida, que lo es de la muerte, ya que ese misterio no es sino la linde misma en que ambas se unen, acabando aquélla, la vida, para empezar ésta, muerte (...) Y acabó por dedicarse a la paleontología y a la exploración de las cavernas de los más antiguos restos del hombre. Es decir, restos del hombre más antiguo, del que ya no sería hombre.Descubrió un día una nueva caverna a orilla del mar. Penetró en la cueva y escarbando dio con una hacha de sílice sujeta, como a mango, a un hueso de animal antediluviano...”
Pero es que incluso en su nivola “Niebla” podemos leer (Capítulo XXIII):
“Sabía que hay que aprender a ver el universo en una gota de agua, que con un hueso constituye el paleontólogo el animal entero y con un asa de puchero toda una vieja civilización el arqueólogo, sin desconocer tampoco que no debe mirarse a las estrellas con microscopio y con telescopio a un infusorio, como los humoristas acostumbran hacer para ver turbio. Mas aunque sabía que un asa de puchero bastaba al arqueólogo genial para reconstruir un arte enterrado en los limbos del olvido, como en su modestia no se tenía por genio, prefería dos asas a una asa sola—cuantas más asas mejor—y prefería el puchero todo al asa sola”.
Y terminaremos con algunos artículos publicados en la prensa. El 15 de junio de 1924, Unamuno escribe en su serie “Alrededor del estilo” del diario El Imparcial: “ajémonos en los retratos que a fuerza de ciencia podemos sacar de una ictiosauro, de un iguanodonte, de uno de aquellos enormes lagartos voladores, y veamos si ello no es cuestión de estilo. Es que la cosa a la que Ilamamos Dios ha cambiado de estilo. El paso del mamut al elefante no se explica más que por una evolución del estilo divino. Es Dios el que ha cambiado, el que se ha ido conociendo, descubriendo, más y mejor a sí mismo. Y por eso vive este su poema, la Creación”.
Pocos días después, el 21 de junio, Unamuno publicó en Caras y Caretas “A pesca de metáforas” en su serie “Divagaciones de un confinado”, donde espeta a quienes se maravillan con los adelantos de la aviación: “¡cuánto más nuevo que un aeroplano sería si apareciese un ictiosauro
vivo o uno de aquellos gigantescos reptiles voladores que cruzaban los aires cuando el hombre no arrastraba sus miserias y sus vergüenzas sobre la tierra!”
Por su parte, en la portada del número del 20 de noviembre de 1931 de El Sol se incluyó la columna de opinión “Contemplando el Diplodoco”, firmada por don Miguel, que había proclamado la República siete meses antes en Salamanca. Unamuno acude al Museo de Ciencias Naturales y se queda embelesado contemplando la réplica del Diplodocus, “enorme rosario de cuentas carbonizadas” en cuya mutua con-templación (“Con-templar
es juntarse en el mismo templo, en el Universo como templo de la conciencia universal y eterna”) el autor llega a comulgar con el saurópodo hasta no poder discernir si la voz interior que escucha es la propia o la de aquél. El “esqueleto espiritual” que forma la leyenda de la guerra civil que el literato vivió en su lejana infancia aparece aquí como un terrible augurio de lo que habría de llegar tan sólo un lustro después. Como siempre, la agudeza y claridad de ideas de uno de nuestros más insignes pensadores nos proporciona momentos deliciosos y nos hace reflexionar sobre nuestra realidad y nuestro lugar en el mundo. Por cuestión de espacio, te remitimos para su lectura (que recomendamos con insistencia) aquí.
De mitología entomológica (Ahora, 27 de septiembre de 1935) incluye lo siguiente:
“Al inaugurarse en Madrid el Congreso de Entomología se me subieron a la memoria muchos de mis mejores y más puros recuerdos de niñez y muchas de mis más íntimas enseñanzas de mis patriarcales observaciones de los niños. En relación con los insectos. Como en la animalidad los insectos, son en la humanidad los niños, los más recientes y más frescos y a la vez los más antiguos y más asentados. Más antiguos aquéllos —los insectos— acaso que los monstruos paleontológicos; más antiguos éstos —los niños— que los salvajes prehistóricos y cavernarios. Y así es que por los insectos, a los que puede manejar y jugar con ellos, es como el niño mejor se adentra, intuitivamente, en el espíritu de la naturaleza del reino animal”.
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