El huevo de Iguanodon (Robert Duncan Milne) (III)
El huevo de Iguanodon
Un monstruo primigenio liberado ahora en la selva de Nueva Guinea
Robert Duncan Milne
Traducción de Charlie Charmer
Parte III
Resumen de lo publicado: Tras naufragar en Nueva Guinea, Ben Baxter y el capitán Sebright deciden investigar el secreto del bosque para poner fin a los sacrificios humanos de los nativos (Puedes leer el resto del relato aquí y aquí).
"Jim", dijo Ben, tras un tiempo, "hay algún misterio en ese montículo. Baja a la cabaña, y trae las palas de palofierro [1]. Voy a averiguar qué hay bajo ese montículo".
Así que me arrastré con extremo cuidao fuera de la arboleda, conseguí las palas, y se las traje a Ben. Luego cada uno tomamos una pala y volvimos al montículo, y según volvíamos sobre el espacio abierto la arena parecía crujir bajo nuestros pies, y Ben se detuvo y la examinó, y excavó un agujero con su pala.
"Jim," dijo, deprimío, "que me caiga muerto, si este lugar está hecho de otra cosa que no sean huesos humanos que me quede ciego."
Y miré hacia abajo también, y cavamos y no encontramos na’ más que huesos, pequeños y grandes. Y a juzgar por el área del lugar y la profundidad de los huesos, aunque no pudimos encontrar el fondo por más que cavamos, yo diría que debía haber miles y miles de personas asesinás en aquel lugar, y le dije a Ben:
"Ben," le dije, "es suficiente pa’ hacer a un hombre estremecerse pensando en cuántas pobres criaturas han ser sacrificadas aquí pa’ dejar tos esos huesos."
Y Ben dijo: "Sí, así es; démonos prisa o de lo contrario los salvajes nos cojerán, y tendremos serios problemas."
Así que fuimos al montículo, y primero limpiamos los cuerpos de las doce chicas jóvenes que yacían muertas, y los tendimos uno al lao del otro, en fila, y entonces tomamos nuestras palas y comenzamos a arrojarles la arena del montículo, comenzando por un lao de la parte inferior. Era un trabajo bastante duro, porque la arena era más como arcilla, y de un color oscuro, sucio, que parecía haberse mezclao por toas partes con la sangre. Bueno, cavamos durante tal vez diez minutos, y habíamos conseguío avanzar en torno a un metro o quizá algo más cuando oí algo tintinear como el hierro, y Ben dijo:
"Jim," dijo, "he golpeao algo duro", y volvió a clavar su pala, y dijo: "Sí, sea lo que sea, es tremendamente duro."
Y entonces le di a aquella cosa un golpe con mi pala, y parecía como si estuviera golpeando un peazo de gutapercha [2], porque el palofierro rebotó, y consiguió poco.
Entonces Ben dijo: "Esa cosa es enorme. Subamos a la parte superior del montón, y excavemos la arena hasta que alcancemos la maldita cosa, sea lo que sea."
Así que los dos ascendimos a la parte superior del montículo, y comenzamos a excavar como buenos chicos. Tras una media hora de trabajo habíamos sacao casi dos metros de arena, y volvimos a golpear con nuestras palas en esa cosa dura.
"Esta es la parte superior”, dijo Ben, "y supongo que ese primer hoyo está en la parte inferior. Voy a sacar cada grano de arena antes de parar, aunque tarde un mes, y averiguaré que es esa maldita cosa."
Así que ambos comenzamos de nuevo, sin decir na’, pero sin dejar de trabajar. Debimos trabajar bastante silenciosamente también, ya que los centinelas nunca nos oyeron, aunque no estaban a más de cien metros. La luna marcaba sobre la una cuando comenzamos el trabajo y sobre las cinco cuando terminamos de abrirnos paso y despejamos la cosa, y el día comenzaba a romper en el Este. ¿Y qué creen que era? Bueno, caballeros, que el diablo me lleve si alguna vez había visto una cosa más divertida en mi vida. Parecía una bola redonda de unos tres metros y medio o cuatro a través, pero aplaná por donde yacía en la arena. Su color era una especie de marrón amarillento, y la cosa estaba arrugada por toas partes como la piel de los rinocerontes que una vez vi en África. La golpeamos con nuestras palas por toas partes, pero no pudimos hacerle ni una marca de lo gruesa y firme que era.
"Bueno", dijo Ben, limpiándose la frente, "¡Dios mío! Me pregunto qué dirán los salvajes cuando se enteren de lo que hemos hecho. Eso era una especie de dios pa’ el que sacrificaban niñas”, y le dio a la cosa otro golpe con la pala, tan fuerte que resonó por tol bosque, y al minuto siguiente unos cincuenta salvajes llegaron corriendo con su mazas y lanzas, y vociferando tanto como no han oído en toa su vida.
Bien, cuando vieron lo que había acontecío, y la gran bola ande antes sólo había un gran montículo de arena, se quedaron como aturdíos, mirándose unos a otros, y a mí y a Ben, que estaba allí apoyándose en la pala, como despreocupao. Era fácil ver que no sabían qué hacer, porque todo aquello quedaba fuera de su conocimiento, así que esperamos a ver qué pasaba. Tras unos minutos el sumo sacerdote entró con un grupo de negros de la aldea, y entonces tos se pusieron a parlotear en su jerga, y a señalarnos a mí y a Ben y a la gran bola. Enmediatamente el sumo sacerdote fue hacia un lao con unos cuantos salvajes, y comenzó a hablar, y entendí que estaban manteniendo un consejo de guerra o algo por el estilo. Se dieron la vuelta pa’ hablar entre ellos, y el sacerdote hizo una señal, y la mayoría de los salvajes formó un círculo a nuestro alrededor, y permanecieron como amenazantes. Entonces Ben me dijo:
"Jim, los negros quieren jugárnosla, pero el primero que se me acerque se la va a llevar buena. Ése va a volar por delante mía y va a darle un buen achuchón a la pala de palofierro, y después veré qué es lo que buscaba."
"Está bien", dije, "Supongo que podemos ser tan difíciles de matar como el siguiente que venga, si llega la ocasión."
Y justo en ese momento, la mujer de Ben llegó corriendo a través de los árboles, y atravesó el círculo, y se quedó junto a Ben, y comenzó a chapurrear como una loca. Yo no sabía lo que estaba diciendo, pero Ben sí, y como lo averigüé todo luego, les diré ahora cuál era el quid de la cuestión. Las normas del lugar eran que naide debía entrar en aquella arboleda bajo pena de muerte, y el sumo sacerdote había dicho que debíamos morir. Cuando la mujer de Ben llegó corriendo y vio lo que pasaba, le dijo a Ben que su única oportunidad era hacer algo que el sumo sacerdote no fuera capaz de hacer. Ben me miró triste, y dijo:
"¿Qué diablos puedo hacer, Jim, que los salvajes admiren y no sean capaces de hacer? El sumo sacerdote dice que esa cosa de ahí es un dios, y si yo soy un dios debo realizar un milagro pa’ probarlo." Porque, les recuerdo, los salvajes entoavía tenían cierta testarúa idea de que Ben era algo más que hombre ordinario.
Entonces pensé un minuto, y le dije: "¿Qué hicisteis con aquella lata de alquitrán que había en el bote cuando naufragamos?"
Ben dijo: "Creo que está allí entoavía."
"Espera hasta que vaya a buscarla," le dije, "creo que podemos realizar un milagro con ese alquitrán."
Así que tras parlamentar un poco me permitieron abandonar el bosque, acompañándome media docena de salvajes pa’ ver que no estaba fingiendo pa’ escapar. Cuando llegué a la orilla, me aseguré de que la lata de alquitrán estaba en la parte de abajo del barco, y después de que la cogí desenterré un montón de raíces de mangles de las que crecen en el agua, y cuando tuve suficientes, me marché de regreso a la arboleda, y los salvajes conmigo.
Mangles cerca de Kaele. Picturesque New Guinea (M.J.W.Lindt, 1887)
Y por el camino embadurné cuatro raíces húmedas con el alquitrán que había en la lata, a escondidas, y sin que lo supieran los salvajes, que de tos modos no tenían ni idea de lo que era el alquitrán. Cuando regresamos, le entregué las raíces a Ben, y le dije lo que debía hacer. Entonces esperé tranquilamente a ver qué pasaba. Entonces Ben, y su esposa, y el sumo sacerdote tuvieron una charla, y Ben le entregó las raíces de los mangles húmedos que no tenían alquitrán al sumo sacerdote, y le preguntó si podía hacerlos arder, al mismo tiempo diciéndole que él podría quemar las suyas. Pude ver que la jugada de Ben dejó pasmao al sacerdote, que por supuesto no era ningún tonto aunque fuera un salvaje; pero puso buena cara, e hizo bajar al campamento a algunos de los negros a por teas. En un momento regresaron con las teas, e hicieron una gran fogata en la arena, y el sacerdote tomó sus raíces de mangle húmedas y dio varias pasadas sobre ellas, y murmuró y rezó tan normal como cualquier sacerdote real que haya visto y entonces sacó del fuego el mayor peazo de madera ardiente que pudo ver, y la raíz de mangle más pequeña que pudo encontrar en el montón, y la mantuvo sobre la llama; pero sólo burbujeó y chisporroteó, y aunque continuó sujetándola sobre la llama, no había quemadura alguna en ella; y finalmente se apagó el fuego en la rama, y los negros que estaban alrededor miraron solemnes, como diciendo: "¿Qué estás tratando de hacer, viejo? No has vivío lo suficiente pa’ saber que las raíces de mangle húmedas no se queman?” Y el viejo sacerdote parecía bastante avergonzao de sí mismo por mostrar a la gente de allí que había algo que no era capaz de hacer. Entonces Ben se adelantó, sonriendo, con sus raíces de mangle pringás con el alquitrán, e hizo una reverencia al público, y tomó una de las raíces y la mantuvo sobre una llama, igual que el sacerdote había hecho, y el alquitrán que estaba en ella prendió de golpe, y ardió como yesca. Y por supuesto los salvajes lo vieron de enmediato, y tol mundo inclinó la columna, y tocó la arena con la frente ante Ben, y el sumo sacerdote también se inclinó, y se arrastró de rodillas ande Ben estaba, y besó sus pies.
"Ahora", me dijo Ben "tenemos a los salvajes justo donde los queríamos, y voy a arreglar este asunto divino ahora mismo". Entonces gritó en su jerga, y les ordenó que se levantaran. Y se pusieron en pie y permanecieron con las manos cruzás sobre el pecho como momias, tos ellos. Luego envió a algunos al pueblo a por cuerdas, porque hacían fuertes cuerdas de fibra de coco, y los salvajes lo hicieron. Y mientras estaban de camino, Ben me dijo: "Creo que la mejor manera de parar estos asesinatos es sacar esa bola desta arboleda, y cortar los árboles."
"Bueno, Ben", le dije, "tú eres el dios jefe ahora, y creo que lo harás mejor."
Así que cuando los salvajes regresaron con las cuerdas, Ben puso a toa la multitud a trabajar talando y haciendo cachos los árboles con sus hachas de palofierro. Era un trabajo bastante pesao, pues los árboles eran viejos y gruesos, pero pronto se despejó un sendero bastante amplio pa’ arrastrar la bola hasta el claro. Había una cosa, caballeros, que me pareció peculiar, y fue que a mediodía la bola estaba tumbada justo al borde de la sombra del acantilao, y siendo el día más largo del año, y estando el sol en el punto más al Sur del Ecuador, era fácil ver que la luz del sol no habría lucío nunca en la bola desde que estaba en ese lugar. No pensé nada desta cercustancia entonces, pero cuando después vi lo que sucedió, recordé ese hecho pa’ encontrar una explicación al misterio.
Bueno, como iba a decir, cuando se hizo de noche yo y Ben Baxter y los salvajes abandonamos la arboleda, y descendimos a las cabañas pa’ dormir, pero unos cuantos se quedaron en el bosque alrededor de la bola, supongo que por costumbre. Y la mañana siguiente tos regresamos a la arboleda, y Ben y yo retorcimos varias cuerdas en una amarra de tres cabos, porque no podíamos decir lo pesada que podría ser la maldita cosa, y no queríamos romper las cuerdas con una presión mu fuerte. Así, cuando tuvimos la amarra hecha, lanzamos un nudo corredizo alrededor de la bola, metiendo los extremos dentro de un lazo, dejando un cabo de cientos de metros pa’ tirar de él. Luego tomamos alrededor de cincuenta de los salvajes más fuertes y los situamos a lo largo de la cuerda, y Ben les dio la orden de tirar. Justo entonces el sumo sacerdote y unos cuantos ancianos canosos se arrodillaron ante Ben, que estaba justo ante la bola, y comenzaron a hablar en su jerga. Yo no sabía lo que estaba sucediendo, pero luego oí que estaban rezando y suplicando a Ben que no moviese la bola, o algo terrible podría pasarles, diciendo que naide sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero que había un montón hecho con guijarros en una esquina de la arboleda, y cada año, cuando se sacrificaba a las jóvenes, el sumo sacerdote ponía otra piedra en el montículo. Antes de nada, yo y Ben fuimos y miramos el montón de guijarros, que era una especie de pirámide de unos tres metros de alto, y hasta donde pude calcular, debía contener no menos de un millón de guijarros.
"Diantre," dijo Ben, cuando vió el montón de guijarros, "esa pelota debe llevar ahí miles de años antes de Adán y Eva, o si no el sumo sacerdote es el mayor condenao mentiroso que he visto. De toas formas, creo que se ha arrojao el último guijarro en ese montón, y que esa bola va a salir fuera desta arboleda en este preciso momento, o mi nombre no es Ben Baxter".
Así que regresamos junto a la bola, y Ben empujó al sacerdote y a los ancianos, y ordenó tirar; pero la maldita cosa estaba tan pegada a la arena que no había manera alguna de tirar a ella, hasta que, de repente, se inclinó hacia arriba, porque yo y Ben y unos veinte salvajes la levantamos por detrás, y dio un vuelco, y entonces, el cabo se deslizó por encima.
"Deberías haberlo sabío, Ben", dije; "Podemos sacar esa bola fuera rodando mucho más fácil que arrastrándola." Así que tos nos pusimos detrás de ella, y simplemente la hicimos rodar como una gran bola de nieve, hasta que la sacamos de la arboleda, y la llevamos a la llanura frente al pueblo. Y, aunque la cosa tenía unos cuatro metros de diámetro, en modo alguno pesaría más de cinco toneladas.
Poblado Pet en Sadāra Makāra (montaje con piedra redonda). Picturesque New Guinea
Entonces Ben me dijo: "Jim, creo que hemos resuelto este asunto; pero la idea tié que fijarse, voy a mostrarles a los negros la diferencia entre un dios viviente real y una gran bola rugosa redonda. Tú sólo trae el escabel que hice cuando llegamos aquí ".
Así que traje el taburete frente a la cabaña; y Ben sacó su navaja, y talló escalones en un lao de la bola, pa’ subir hasta arriba, porque dijo que parecería indigno de un dios arrastrarse escalando por el lao liso de una bola aguantándose con los dientes y las cejas. Una vez estuvo arriba le tiré el taburete, y entonces excavó cuatro agujeros en la parte superior pa’ sostener en equilibrio las patas del escabel, y luego se limpió la frente y se sentó encima. Y cuando los salvajes vieron a Ben sentao en lo alto de la bola que tenían por su dios cuando estaba tirá en el bosque cubierta con arena y naide sabía lo que era, comenzaron a dar voces y vítores y a golpear sus tambores como no han oído en su vida. Tras aquello, Ben construyó una gran cabaña, con cuatro lonas de estera de cocotero, y el doble de grande que el resto de las cabañas, y le trajeron los mejores frutos y manduca que había, y ya no tuvo más que hacer que relajarse y disfrutar. Y el sumo sacerdote se volcó con él porque tos sabían cómo le había derrotao quemando las raíces de mangle, y vio que era inútil enfrentarse a su popularidad. Cada mañana y atardecer, los momentos más frescos del día, Ben subía a la bola, y se sentaba sobre el taburete, y fumaba su pipa –pues había una hierba en la isla parecida al tabaco- y estableció la ley de que si cogían a los salvajes peleando o robando, les darían cincuenta o cien golpes con bambú.
(Continuará...)
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[1] El Olneya tesota o Palofierro es un árbol endémico de Arizona y California, de madera muy dura.
[2] Del malayo getah (caucho) y pertja (árbol) es un tipo de goma parecida al caucho, translúcida, sólida y flexible, fabricada a base del látex proveniente de árboles del género Palaquium.
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